sábado, 27 de junio de 2020

Juan Bosch: MI ENCUENTRO CON HOSTOS.


 “El hecho más importante de mi vida hasta poco antes de cumplir 29 años fue mi encuentro con Eugenio María de Hostos, que tenía entonces casi 35 años de muerto. 

El encuentro se debía al azar; pues, buscando trabajo, lo halle como supervisor del traslado a maquinilla de todos los originales de aquel maestro de excepción… (…) Eugenio María de Hostos, que llevaba 35 años sepultado en la tierra dominicana, apareció vivo ante mí a través de su obra, de sus cartas, de papeles, que iban revelándome día tras día su intimidad; de manera que tuve la fortuna de vivir en la entraña misma de uno de los grandes de América, de ver cómo funcionaba su alma, de conocer –en sus matices más personales- el origen y el desarrollo de sus sentimientos. 

Hasta ese momento, yo había vivido con una carga agobiante de deseo de ser útil a mi pueblo y a cualquier pueblo, sobre todo si era Latinoamericano; pero, para ser útil a un pueblo, hay que tener condiciones especiales. ¿Y cómo podía saber yo cuales condiciones eran esas, y como se las formaba uno mismo sino las había traído al mundo, y como las usaba si las había traído? La repuesta a todas esas preguntas, que a menudo me ahogaban en un mar de angustia, me la dio Eugenio María de Hostos, 35 años después de haber muerto. 

(…) la lectura de los originales de Eugenio María de Hostos me permitió conocer que fuerza mueven, y como la mueven, el alma de un hombre consagrado al servicio de los demás”, (Juan Bosch, Hostos el sembrador)


lunes, 30 de marzo de 2020

BOSCH, AUTOBIOGRAFÍA POLÍTICA (3RA. ENTREGA)

BOSCH, AUTOBIOGRAFÍA POLÍTICA (3RA. ENTREGA)
CUENTA HISTORIA PRD Y PLD

(Continuación)
Mi salida de Costa Rica

Yo vivía a mil kilómetros de Santiago de Cuba, Lo que equivale a decir a mil kilómetros del cuartel Moncada, sin embargo fui acusado de haber participado en el asalto que capitaneó Fidel Castro. El acusador fue el jefe del Servicio de Inteligencia Militar, comandante Ugalde Carrillo, que había sido agregado militar a la Embajada de Cuba en la República Dominicana, lo que indica que aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para servirle a Trujillo haciendo preso al secretario general del Partido Revolucionario Dominicano. En condición de detenido fui enviado a altas horas de la noche, como uno más entre varios conocidos opositores de la dictadura de Batista, al antiguo cuartel de La Cabaña, del cual iba a ser jefe seis años después Che Guevara. Si la acusación de Ugalde Carrillo era la primera parte de un plan para enviarme a la República Dominicana, el plan lo hizo fracasar una decisión de mi mujer, que se fue a ver al general Enrique Loynaz del Castillo, el sobreviviente de más alto rango de la Guerra de Independencia cubana, ayudante de Máximo Gómez y dominicano como Gómez, persona tan respetada en Cuba que ni siquiera Fulgencio Batista se atrevía a negarle lo que él pedía. Loynaz del Castillo era uno de los tres testigos de mi matrimonio con Carmen Quidiello, los otros dos fueron la escritora española María Zambrano y el poeta cubano Nicolás Guillén, y cuando Loynaz del Castillo oyó de la boca de Carmen Quidiello que yo estaba preso en La Cabaña desde hacía diez días y que ella no había podido obtener un pase para ir a verme, se dirigió al Palacio Presidencial y le pidió Batista mi libertad. Salí de La Cabaña ese día, pero no fui a dormir a mi casa y allá se presentaron a media noche los soldados de Ugalde Carrillo que iban en busca mía. Yo había actuado correctamente, pues, cuando me negué a creer que Batista tenía en los cuarteles más autoridad que oficiales como el comandante Ugalde Carrillo.

A esa altura del mes de agosto de 1953 yo ignoraba que José Figueres había sido elegido presidente de Costa Rica, y tan pronto me lo hizo saber el director de Bohemia, la revista para la cual escribía, que me dio la noticia y con ella la recomendación de que buscara asilo en una Embajada porque se me buscaba para enviarme a la República Dominicana, me fui a la Embajada costarricense y salí de ella protegido por el Derecho de Asilo para ir al aeropuerto de Rancho Boyeros donde tomé un avión que me condujo a San José de Costa Rica; tampoco había allí seccional del Partido Revolucionario Dominicano, pero entre los muy contados compatriotas que vivían en ese país se hallaba un miembro del Partido: Amado Soler Fernández, que estaba destinado a morir en Nicaragua asesinado por la Guardia Nacional de Anastasio Somoza, y vivían mis padres, que habían tenido que salir del país debido a la persecución de que eran víctimas desde hacía años. De Costa Rica tuve que salir a solicitud de la Organización de Estados Americanos (la OEA) que la propuso como medida indispensable para evitar una agresión armada de la dictadura nicaragüense, encabezada por Anastasio Somoza padre. ¿Por qué pedía Somoza mi salida de Costa Rica? ¿Lo hacía para servirle a su amigote Rafael Leónidas Trujillo?

De La Paz a Santiago de Chile

No. Lo hacía porque a fines del mes de marzo de 1954 había entrado en Nicaragua, clandestinamente, un pequeño grupo de hombres armados entre los cuales estaban el hondureño Jorge Ribas Montes, que en Cayo Confites tuvo a su cargo el entrenamiento de un pelotón de morteristas, y el dominicano Amado Soler Fernández. El grupo, encabezado por Pablo Leal, se organizó e hizo prácticas del uso de armas en Costa Rica, con apoyo de José Figueres, en quien los dictadores del Caribe tuvieron en todo momento un enemigo a muerte; y en esa ocasión Figueres me pidió que fuera yo quien mantuviera el contacto con Pablo Leal y le entregara el dinero, las armas y los vehículos que pidiera porque si Somoza llegaba a enterarse de que él, Figueres, estaba participando en los preparativos del ataque que iba a darse, reaccionaría anticipándose a atacar él a Costa Rica. Yo no podía negarme a servirle a Figueres en lo que me pedía e inicié el papel de representante suyo ante Pablo Leal proponiéndole a éste un acuerdo: Que inmediatamente después de tomar el poder, el grupo que él dirigía debía poner a las órdenes del Partido Revolucionario Dominicano un lugar del territorio de Nicaragua y la cantidad de armas necesarias para traer a la República Dominicana una fuerza capaz de enfrentar y derrocar al poder de Trujillo. La Guardia Nacional de Somoza enfrentó y asesinó a los combatientes que fueron armados y entrenados en Costa Rica y el dictador nicaragüense supo, por declaración de una de las víctimas de ese episodio, el papel que había jugado yo en la entrega de armas, dinero y vehículos para el grupo que había entrado clandestinamente en su país, y presentó ante la OEA las pruebas de mi actuación en favor de esas personas, lo que le dio derecho a pedir que se le solicitara al gobierno de Costa Rica mi salida de su territorio, y naturalmente, accedí a irme porque no podía servirle de pretexto a Somoza para lanzarse contra el gobierno de Figueres, lo que podría redundar en la muerte de muchos costarricenses de todas las edades y de los dos sexos. Cuando Figueres me informó de la situación en que se hallaban su gobierno y su pueblo respondí diciéndole que desde ese momento iría a buscar información de hacia qué país tenía posibilidad de ir sin perder tiempo; y la posibilidad fue Bolivia, a cuya capital, La Paz, me dirigí cinco días después. Conmigo iban hacia ese lejano país andino mi hijo León y Pompeyo Alfau.

En La Paz, una ciudad que se halla a más de 3 mil 600 metros de altura, estuve residiendo unos seis meses con algunas salidas a lugares como el gran lago Titicaca, y visitas frecuentes al despacho de Hernán Siles Suazo, vicepresidente en esos tiempos de la República y presidente cuando en 1956 terminó el mandato de Víctor Paz Estensoro, pero La Paz estaba demasiado lejos de la República Dominicana para que los que dirigían la política boliviana pudieran tener interés en involucrarse en lo que estaba sucediendo en mi país. Es más, durante mi estancia en Bolivia yo me sentía, hablando de Trujillo y de su dictadura, que vivía flotando en un vacío agobiante porque ni siquiera podía escribirles a los compañeros de la dirección del Partido que vivían en La Habana debido a que no sabía si una carta mía llegaría a sus manos o a las del comandante Ugalde Carrillo.

A los seis meses de vivir en ese estado de ánimo decidí salir de Bolivia; irme a Chile, y lo hicimos León, Pompeyo y yo usando el ferrocarril que comunicaba las alturas de los Andes con las tierras bajas de Santiago de Chile, cuyo nivel no pasaba de 520 metros. Si en Costa Rica, país del Caribe, vinculado a los luchadores antitrujillistas al extremo de que en el movimiento guerrillero capitaneado por José Figueres tomaron parte dos dominicanos —Miguel Ángel Ramírez, que dirigió la batalla de San Isidro del General, y Horacio Julio Ornes, que dirigió la toma de Puerto Limón—, donde además vivían algunos dominicanos, sólo uno de ellos —Amado Soler Fernández— era miembro del Partido Revolucionario Dominicano, habría sido un sueño pensar que en Chile hubiera, no ya un perredeísta, sino un dominicano anti trujillista. Había habido uno, Pericles Franco, pero hacía tiempo que se había ido de Chile. Por mi parte viví en ese país tiempo suficiente para hacer contactos políticos y además, al menos entre los intelectuales chilenos se me conoció porque allí se publicaron tres libros míos: Cuba, la isla fascinante, Judas Iscariote, el Calumniado y La muchacha de la Guaira y otros cuentos, todos los cuales fueron comentados en la prensa por autoridades en la Literatura. (Allí escribí otros libros que no se publicaron en Chile: Póker de espanto en el Caribe y David, biografía de un rey, y además, como teníamos que mantenernos —mi hijo León, Pompeyo Alfau y yo— monté un taller de baterías para automóviles que estuvo en la calle Arturo Prat, y lo atendí yo mismo hasta el día en que lo vendí para irme a la bahía de Corral, y poco después a Buenos Aires y Río de Janeiro). En Chile no había un perredeísta, sin embargo yo me mantenía en contacto con la dirección del Partido por medio de cartas que no despachaba yo sino un amigo chileno a quien había conocido en La Habana; pero sobre todo trataba el tema de la dictadura trujillista —y también de la de Somoza, la de Batista y la de Pérez Jiménez— con el círculo de dirigentes del Partido Socialista chileno, a la cabeza de los cuales estaban Salvador Allende y Clodomiro Almeyda. Mis relaciones con esos y otros líderes del socialismo chileno eran tan cordiales que en el caso de Allende pasaron a ser también con su familia, y todavía lo son con su viuda, Hortensia Bussi de Allende, y en el banquete de despedida de su país que me dio un grupo de intelectuales, quien pronunció el discurso de rigor fue Allende. De mi estancia en Chile hay un episodio al que nunca me referí porque no tenía, ni la tengo hoy, explicación para él. Fue la llegada a Santiago de dos miembros de lo que en Cuba se llamaba el gansterismo político. Ese nombre era una aplicación a la política cubana, en los años posteriores al Machadato, de los métodos criminales usados en los Estados Unidos por las bandas de traficantes de bebidas alcohólicas que abundaban en los años de la época conocida con la denominación de “la Ley Seca”. La Ley Seca había prohibido hacia el 1920 la venta de bebidas alcohólicas en lugares públicos, pero los aficionados a esas bebidas eran tantos millones de personas que la demanda de licores generó la formación de miles de negocios clandestinos dedicados a contrabandear bebidas de todo tipo con los cuales se hicieron millonarios centenares de hombres cuya única virtud era saber usar una arma que matara rápidamente. El gran personaje de esos años fue Al Capone. En Cuba los gánsteres no mataban por razones de competencia en el negocio de las bebidas; mataban para aniquilar a un competidor político o si alguien pagaba para que le liquidaran a un adversario político. En el caso a que estoy aludiendo, los personajes gansteriles fueron dos cubanos que se me presentaron de buenas a primeras en Santiago de Chile en horas de la noche.

De Santo Domingo a Molinos de Niebla

Los cubanos que llegaron a Santiago de Chile y se presentaron en el hotel donde vivíamos mi hijo León y yo eran Eufemio Fernández y Jesús González Cartas, conocido por el apodo de El Extraño. El primero había sido en Cayo Confites el jefe del Batallón Guiteras, pero un buen día se fue a La Habana; de La Habana, según se dijo, fue a Miami, y cuando tuvimos que abandonar el Cayo no había vuelto. Eufemio Fernández era, para mí, un hombre sin dominio de sí mismo, que no podía contener la necesidad de actuar violentamente ni la de vestir con la mayor elegancia y al mismo tiempo vivir bien sin llevar a cabo algún trabajo. Yo tuve siempre la sospecha de que en la desaparición de un archivo en el que guardaba todos los documentos importantes de mi vida y de la vida del Partido Revolucionario Dominicano, Eufemio Fernández había tenido algo que ver. En cuanto a El Extraño, ése estuvo al servicio de Trujillo cuando fue a Costa Rica por mandato del dictador dominicano a cumplir el plan de matar a José Figueres.

¿A qué habían ido a Chile Eufemio Fernández y El Extraño? ¿Quién les había pagado los pasajes desde Estados Unidos hasta Santiago de Chile, y con los pasajes el dinero de estancia en ese país donde ninguno de los dos tenía función alguna que desempeñar? Eufemio Fernández y El Extraño se hospedaron en el mismo hotel donde vivíamos León y yo; estuvieron tres días allí, fueron al taller de baterías y lo observaron de manera cuidadosa, como si buscaran algo que se les había perdido, y al cuarto día dijeron adiós para volver a Cuba, según me explicaron; pero algunos años después, cuando retorné a la República Dominicana supe que Eufemio Fernández y El Extraño estuvieron aquí y que el primero recibió en Cuba, adonde había vuelto, un cargamento de armas de las que se hacían en la armería de San Cristóbal. Curiosamente, la fecha aproximada de su presencia en la República Dominicana coincidía con la de su misterioso viaje a Chile.

La vida que yo hacía en Chile no tenía sentido para mí. El país era bello, sus hijos, hombres y mujeres, eran encantadores, bien educados; pero mi mujer y mis hijos estaban en Cuba, y aunque en Cuba estaba también la dictadura de Batista, allí se vivía en un ambiente de actividad política en el cual yo me había formado, en Cuba estaba la dirección del Partido Revolucionario Dominicano, y seguramente sus miembros Ángel Miolán, Alexis Liz, Virgilio Mainardi, y hasta cierto punto el Dr. Romano Pérez Cabral— debían estar recibiendo noticias del país, al menos, las que podían llegar desde las secciones perredeístas de Nueva York, Puerto Rico, Curazao, Aruba. Para tener la seguridad de que los dos obreros que trabajaban conmigo en la pequeña fábrica de baterías no se equivocarían al montar las placas inventé un instrumento que me hizo un mecánico checoeslovaco, y ese aparato, simple pero llamado a dar buenos rendimientos, le dio valor al taller a tal punto que recibí propuestas de compra ventajosas; vendí el taller, le di dinero a Pompeyo Alfau para que volviera a Cuba o se fuera a Venezuela y me fui con León a la bahía de Corral, en cuya orilla norte había un lugarejo llamado Molinos de Niebla. Allí, en una casa humilde, habitada por una familia indígena, íbamos a pasar un mes, tiempo que yo ocuparía escribiendo el libro David, biografía de un rey, cuya primera edición iba a hacerse ocho años después en la República Dominicana, otra en España, algunas más también en el país y además fue traducida al inglés en Londres.

De Santiago de Chile a Río de Janeiro

El embajador de Cuba en Santiago de Chile era hijo de padres cubanos que habían vivido en la República Dominicana en los años finales del siglo pasado y los primeros del actual, y por esa razón nos conocimos en La Habana. Yo fui a verlo a la Embajada cubana después que despaché hacia Madrid a León adonde él quería seguir los estudios de pintura que había iniciado en la Escuela San Fernando de la capital de Cuba.

(Pido al lector una excusa pero debo explicar que mi padre, que era español y estaba viviendo en Costa Rica como quedó dicho en el capítulo anterior, tenía desde hacía muchos años dinero depositado en un banco de Madrid y desde Chile le pedí que pusiera ese dinero a las órdenes de León para que pudiera mantenerse en España dos o tres años, solicitud que mi padre atendió; el viaje lo hizo León en barco y resultó ser barato).

Desde Santiago, una vez que se me dio la visa para viajar a Cuba y después de haber planeado el viaje con paradas en Buenos aires y en Río de Janeiro, le telegrafié a Manuel del Cabral, que tenía un puesto en la Embajada dominicana de la capital argentina, informándole que viajaría por avión tal día, y cuando llegué al aeropuerto de Ezeiza, nombre que lleva la terminal aérea de Buenos Aires, allí estaba el celebrado poeta dominicano esperándome sin importarle para nada el precio que tendría que pagar cuando Trujillo se enterara de que él había ido a Ezeiza, a recibir a un enemigo suyo, pero debo decir que a su padre, Mario Fermín Cabral, tampoco le importó tomar en cuenta el peligro que corría cuando dieciocho años antes me explicó en Santo Domingo que el asesinato de miles de haitianos llevado a cabo por órdenes de Trujillo no se debió a razones políticas sino a la ira provocada en el dictador por una intervención del presidente haitiano Stenio Vincent que le impidió traer a República Dominicana una hermosa joven, miembro de una familia distinguida de Haití, de quien Trujillo se había enamorado locamente.

Tampoco en Buenos aires había dominicanos antitrujillistas y además yo tenía entre mis planes detenerme en Río de Janeiro unos días para hablar largo con José R. Castro, el Embajador de Honduras, con quien mantuve una larga amistad en La Habana cuando él era allí un exiliado de su patria en lucha contra la dictadura de Tiburcio Carías Andino, que duró desde 1933 hasta 1949. Mi interés en quedarme en Río de Janeiro unos días —eso sí, pocos— tenía una explicación: enterarme de manera detallada de la situación del Caribe, o mejor dicho, de los países del Caribe gobernados por dictadores. Estábamos en los días finales del año 1956 y ya Anastasio Somoza no era el dictador de Nicaragua porque había sido eliminado no sólo del poder sino de la vida ese mismo año y quien ocupaba su lugar era su hijo Luis. En Cuba, Fidel Castro había iniciado la segunda etapa de la guerra de guerrillas contra Batista hacía pocos días y José R. Castro tenía pocas noticias de lo que estaba sucediendo en la patria de José Martí, pero me aseguró que Fidel se hallaba en Cuba de nuevo. De Venezuela no había nada que decir: Pedro Estrada seguía siendo el azote de la juventud y especialmente de los jóvenes de Acción Democrática. En cuanto a la República Dominicana sabía tanto como yo, que equivalía a no saber nada nuevo. 

Poco antes de terminar el año 1955 llegaba yo a Cuba. La noticia de que Fidel Castro había vuelto a su país no era cierta; tardaría un año justo en volver, y volvería entrando no por La Habana sino por una pequeña playa de la costa Sur de la provincia de Oriente. Por esa costa Sur, pero de la bahía de Cienfuegos, saldríamos a mediados de 1956 Ángel Miolán y yo abordo de un buque alemán que iba hacia Amberes, donde lo dejaríamos para tomar un tren que nos llevaría a Bruselas, la capital de Bélgica. Allí estaba residiendo, por corto tiempo, Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que tenía en todos los países latinoamericanos un prestigio sin paralelo ganado en su lucha contra las dictaduras peruanas de Leguía y Sánchez Cerro, pero también contra todas las dictaduras que habían padecido y estaban padeciendo los pueblos de América, y para Miolán y para mí era muy importante sumar el nombre de Haya de la Torre a los de los luchadores antitrujillistas, fueran o no fueran dominicanos.

Miolán y yo íbamos hacia Viena, donde iba a celebrarse un congreso de organizaciones sindicales en el cual debíamos presentar una moción de bloqueo internacional al gobierno de Trujillo, pero llegamos a Europa antes del tiempo fijado para ese congreso porque tuvimos que adelantar nuestra salida de Cuba para aprovechar la oportunidad de viajar por vía marítima, que era más barata que la aérea. De Bruselas pasaríamos a París y de París a Viena pasando por Suiza, y esperábamos que en Ginebra o en Viena se nos sumara Nicolás Silfa, secretario general de la seccional perredeísta de Nueva York. En París presenciamos el desfile militar del 14 de julio de ese año (1956), visitamos el Museo del Hombre y le hicimos una visita a don Eduardo Santos, persona conocida también en todos los países de lengua española de América porque era un periodista notable, propietario y director del diario El Tiempo, y naturalmente, sabíamos que en El Tiempo se denunciaba la dictadura trujillista, razón por la cual estábamos en el deber de saludarlo a nuestro paso por París. El dinero para ese viaje había sido proporcionado por un amigo de un sargento del Ejército cubano llamado José Luis Álvarez, que vive aún en La Habana, donde residía cuando Fulgencio Batista salió de Cuba en un avión que lo traería a Santo Domingo al comenzar el mes de enero de 1959, apenas dos años y medio antes de la muerte de Trujillo. El amigo de Álvarez era un coronel de apellido Blanco que debía tener acceso a secretos de Estado y cuando se trataba de secretos relacionados con la dictadura de Trujillo se los transmitía a Álvarez para que éste me los diera a conocer. Uno de esos secretos era el de un desembarco de armas dominicanas que habían llegado a Cuba dirigidas a Eufemio Fernández, rumor al que me referí en el capítulo anterior de esta serie. Eufemio Fernández, había desaparecido de los sitios que frecuentaba, y de acuerdo con lo que contaba el amigo de José Luis Álvarez, Batista le daba a la noticia de la llegada de esas armas una importancia desusada, tanto que con frecuencia hablaba de Trujillo calificándolo de hombre peligroso y enemigo de Cuba. Álvarez oía a su amigo decir esas cosas y me informaba de ellas, y cuando me vio preocupado porque se acercaba la fecha de salir hacia Viena y ni Miolán ni yo teníamos dinero para hacer ese viaje, decidió pedirle a su amigo 5 mil dólares, que el coronel Blanco llevó a su casa.

De Cuba a Venezuela

Aunque el coronel Blanco le entregó a Álvarez el dinero en billetes norteamericanos, y por tanto de esa entrega no quedó ningún documento probatorio de que yo había recibido dinero de Batista, cuando Álvarez puso en mis manos los dólares temí que al aceptarlos estuviera cometiendo un error, pero de momento, como si se tratara de un rayo que cruzaba por mi cerebro, recordé que el hombre a quien Martí llamó hermano, Federico Henríquez y Carvajal, había recibido de Ulises Heureaux dinero para ser gastado en las actividades independentistas de Cuba, y ese dinero le fue entregado por Henríquez y Carvajal nada menos que a José Martí. Con 5 mil dólares Miolán y yo hicimos el viaje a Viena donde se nos unió Nicolás Silfa, que pudo ir desde Nueva York a la capital de Austria porque la seccional neoyorquina del PRD no tenía las limitaciones económicas que tenía la de La Habana. En el orden político el viaje fue un fracaso porque a las delegaciones sindicales de los países de Europa no les importaba lo que estaba sucediendo en un país del Caribe cuyo nombre no conocían. Miolán retornó a Cuba y Silfa volvió a Nueva York, pero yo me fui a Italia animado por la invitación de uno de los delegados sindicales de ese país que habían tomado parte en el congreso de Viena, el cual me aseguró que la central sindical a la que pertenecía su sindicato ayudaría al PRD en su lucha contra la dictadura de Trujillo. Esa ayuda no se concretó, aunque se me dio la necesaria para mantenerme en Roma un mes y para viajar a Israel a bordo de un pequeño barco y con pasaje de tercera; así mismo hice el viaje de Haifa a Marsella, y de Marsella, en ferrocarril, a Madrid, y de Madrid a La Habana en avión gracias a dos préstamos que me hicieron una cubana y un español; ella, Maritza Alonso, que vive todavía, y él Ángel Lázaro, los dos, amigos de muchos años. Lázaro, en cuya casa me hospedé mientras estuve en Madrid, me acompañó en el viaje Madrid-Habana, pues aunque lo hallé en Madrid su lugar de residencia durante muchos años fue la capital de Cuba.

Cuando retorné a Cuba Fidel Castro estaba en la Sierra Maestra donde encabezaba la acción guerrillera destinada a sacar del poder a Fulgencio Batista, pero todavía Batista era el jefe del Estado cubano y seguía preocupado por lo que pudiera hacer contra él Rafael Leónidas Trujillo. Esa preocupación le llevó a proponerle a Rolando Masferrer, que era senador, la organización de un comité dedicado a denunciar las actividades anticubanas de Trujillo, y Masferrer pretendía que yo fuera al Senado a hacer el papel de relator de los crímenes del dictador de nuestro país. De haber accedido a las repetidas solicitudes que me hizo Masferrer yo me hubiera faltado el respeto a mí mismo porque todos los cubanos sabían que Masferrer era lo que en Cuba se llamaba un jefe de gánster.

La seccional de La Habana del Partido Revolucionario Dominicano seguía trabajando, pero su campo de acción era muy reducido, pues aunque las autoridades batistianas no nos perseguían debido a los recelos que su jefe tenía de Trujillo y de su política agresiva, los que dirigíamos al PRD sabíamos que en cualquier momento una, dos o tres de esas autoridades iban a actuar contra nosotros si Trujillo les ofrecía buenas recompensas a cambio de que nos persiguieran. Por esa razón Ángel Miolán se fue a vivir a Venezuela tan pronto como pudo hacerlo después de la caída de Marcos Pérez Jiménez y su dictadura y poco tiempo después yo me vería obligado a hacer lo mismo.

Detenido por el comandante Ventura

La agitación política producida por la persistencia de la guerra de guerrillas que mantenían Fidel Castro y sus acompañantes en la Sierra Maestra, agravada por la crisis económica de carácter mundial que se había originado en Estados Unidos en 1956 y se hacía en Cuba en 1957, me llevó a dedicarme a un trabajo que no fuera de naturaleza pública, o dicho de otra manera, que no consistiera en escribir para Bohemia. Ese trabajo, que conseguí rápidamente, fue el de jefe de redacción de una agencia publicitaria que tenía sus oficinas cerca del Hotel Nacional, en el barrio del Vedado. Como mi trabajo, al cual iba desde mi casa a pie, estaba a una cuadra de una cafetería que había en la porción de la calle 23 llamada La Rampa, yo salía de mi oficina y me iba a La Rampa a tomar café, pero un día de los últimos de marzo (1958) al salir de mi casa advertí que se me vigilaba y cuando iba, a media mañana, a la cafetería de La Rampa, le pedí a uno de los compañeros de trabajo que me siguiera a diez o doce pasos y si me sucedía algo anormal, que se lo dijera inmediatamente a uno de los propietarios de la publicitaria. Lo que yo me temía sucedió. En el momento en que iba a bajar de la acera a la calle 23 se me acercó un hombre, me presentó una tarjeta que sacó del bolsillo de su chacabana y me ordenó que lo siguiera. Era un agente de la policía que me invitó a subir a un automóvil y me condujo a una estación policial conocida como un antro de crímenes porque su jefe, el comandante Ventura, era un asesino que figuraba en el pináculo de los batistianos sanguinarios. Durante todo ese día, la noche y la mitad del día siguiente, se me mantuvo sentado de cara a una esquina de una habitación en la que había varios detenidos. Estuve allí todo ese tiempo sin comer nada ni tomar un vaso de agua. Poco antes de las 12 del segundo día me llevaron a la comandancia, esto es, el lugar que ocupaba Ventura, quien al verme llegar me invitó a sentarme frente a él de manera que quedamos encarados, con su mesa escritorio en medio de los dos; durante por lo menos un minuto me miró fijamente y pasó a decir: —Señor Bosch, prepárese a salir de Cuba, que a usted se le acabó aquí el jueguito. Esta misma tarde sale usted para Santo Domingo. Yo no me detuve a mirarlo porque estaba mirándolo cuando él dijo lo que acabo de escribir; lo que hice fue usar una voz suave, tranquila, para responder así: —Comandante Ventura, yo no soy un huérfano. A mí se me conoce en Cuba, pero también fuera de Cuba; en toda la América Latina y más allá. Si usted me manda a Santo Domingo me manda a la muerte porque Trujillo ordenará que me maten antes de que yo llegue a la ciudad capital, y tenga la seguridad de que eso no va a agradecérselo a usted el general Batista, a quien en toda América acusarán de responsable de lo que a mí me pase. En el mismo momento en que terminaba de decir esas palabras empezaron a suceder cosas que no contaré porque no tienen nada que ver con la historia del Partido Revolucionario Dominicano, pero todas ellas culminaron en mi salida de la estación de la Policía que se hallaba bajo el mando del comandante Ventura sin que él pudiera evitarlo. Al quedar liberado de las garras del comandante Ventura pedí asilo en la Embajada de Venezuela y allí fue a visitarme un alto funcionario del Ministerio de Estado, como se llamaba en Cuba al de Relaciones Exteriores. Ese funcionario, amigo mío desde hacía largo tiempo, era descendiente del general Carlos Roloff, un militar polaco que había participado en la primera etapa de la guerra de independencia cubana, la conocida en la historia con el nombre de “la Guerra de los Diez Años”. Roloff había ido a verme para cumplir una misión que se le había encomendado: convencerme de que me quedara en Cuba, y para convencerme me ofrecía todas las garantías que yo pidiera; se esforzó en explicarme que el comandante Ventura había actuado por decisión personal, no obedeciendo órdenes del general Batista o de alguna autoridad militar o civil, a lo que respondí diciendo que precisamente por eso estaba yo en la Embajada de Venezuela, porque no sólo Ventura sino cualquiera de los varios jefes policiales que había en La Habana actuaba por cuenta propia, como lo había hecho en mi caso Ventura, y todavía tenía que agradecerle que no ordenara mi muerte.

Protegido por el Derecho de Asilo fui conducido al aeropuerto, donde por segunda vez en cinco años me despedí de mi familia desde la escalera del avión porque en ninguno de los dos casos se me permitió entrar por donde lo hacían los viajeros que salían del país de manera normal, y cuando llegué a Maiquetía, nombre del aeropuerto de Caracas, allí estaban esperándome Ángel Miolán, César Romero y Virgilio Gell. De esos tres perredeístas, uno, Ángel Miolán, era el secretario general del Partido y había salido de Cuba, donde residía, hacía apenas mes y medio. De Maiquetía pasamos a Caracas, a un barrio nuevo llamado Santa Mónica, donde vivía Miolán. Al día siguiente fui a las oficinas del periódico El Nacional donde me esperaba Miguel Otero Silva, quien me recibió con una pregunta, la de cuándo sería derrotado el gobierno de Batista, a lo que respondí diciendo. “A fines de año, entre el 15 de diciembre y el 15 de enero”, y como Otero Silva se sorprendiera con esas palabras mías le di una explicación, que fue la que sigue: “La zafra azucarera comienza en Cuba el 15 de diciembre, y en este año no habrá zafra porque ni los capitalistas ni los obreros cubanos van a admitir que se prolongue la situación de parálisis económica en que está viviendo su país”. Batista cayó exactamente al terminar los primeros quince días de diciembre de 1958 y al comenzar los primeros quince de 1959, y a partir de ese momento empezó a formarse entre los exiliados dominicanos una atmósfera delirante que llevó a la mayor cantidad de ellos a creer que lo que había sucedido en Cuba podía repetirse en su país. La primera de las manifestaciones de ese delirio fue la formación de varios grupos, cada uno con un nombre que presentaba a sus componentes como revolucionarios. Hasta entonces, sólo el PRD había tenido nombre y organización en varios países a la vez, pero la victoria de Fidel Castro y sus columnas guerrilleras ilusionó a los exiliados antitrujillistas con la idea de que lo que había sucedido en Cuba podía repetirse en la República Dominicana. Unos cuantos de ellos habían vivido en Cuba pero no se dieron cuenta de que entre la sociedad cubana y la de nuestro pueblo había diferencias insalvables, y esas diferencias convertían a la historia de Cuba en irrepetible para los dominicanos.

Los efectos de la Revolución cubana

La expedición conocida con el nombre de Cayo Confites hubiera podido derrocar a Trujillo porque era una fuerza militar entrenada, equipada con buenas armas y con barcos y disponía de un número de hombres lo suficientemente grande como para operar al mismo tiempo en varios lugares, y la suma de los grupos que se formaron de manera precipitada creyendo, cada uno, que podía repetir en nuestro país lo que el Movimiento 26 de Julio había hecho en Cuba, no llegaba ni a trescientos. Por sí sólo, lo que se acaba de decir da base para afirmar que los que pretendieran hacer en la República Dominicana lo que hicieron en Cuba Fidel y sus hombres irían al fracaso, un fracaso altamente costoso en vidas, pero hay que agregar a lo dicho que los que soñaban con la posibilidad de llegar a nuestro país con armas para iniciar una guerra de guerrillas contra la dictadura de Trujillo ignoraban que si llegaban al país no podrían contar con el apoyo de los campesinos como lo tuvo Fidel Castro cuando penetró en la región de la Sierra Maestra. Al contrario: los campos de Cuba y los que los poblaban estaban lejos de parecerse a los de la República Dominicana en la misma medida en que la historia de la patria de José Martí era diferente a la de la patria de Juan Pablo Duarte.

Caracas se convirtió en el centro de la agitación que produjo entre los exiliados dominicanos la victoria de la revolución cubana porque en esa ciudad, la capital de Venezuela, estaba el hogar de Enrique Jiménez Moya, el hijo de una familia de exiliados antitrujillistas bien conocida porque el padre, de igual nombre, había participado de manera destacada en las guerras civiles que abundaron tanto en el país en los primeros dieciséis años de este siglo; pero además de lo dicho sucedía que Jiménez Moya se había ido a Cuba a combatir contra la dictadura batistiana como soldado a las órdenes del Movimiento 26 de Julio, y fue herido en combate, por cierto de gravedad, lo que le dio una categoría de jefe de cualquiera acción guerrillera que se llevara a cabo en la República Dominicana, de manera que al volver a Caracas, donde habían seguido viviendo sus familiares —madre, esposa e hijos—, quedó convertido para los exiliados dominicanos radicados en Venezuela, en la segunda edición de Fidel Castro.

Enrique Jiménez Moya nos envió mensajeros a Miolán y a mí cuya misión era convencernos de que el Partido Revolucionario Dominicano debía sumarse a los grupos que iban a participar en una acción guerrillera llamada a decapitar la tiranía trujillista, pero tanto Miolán como yo pensábamos que no había posibilidad de que en nuestro país se repitiera lo que había sucedido en Cuba. En varias ocasiones, él por su lado y yo por el mío, y algunas veces los dos juntos, recibimos presión de dirigentes de Acción Democrática y hasta de José Figueres, para que complaciéramos esas solicitudes. La última solicitud nos fue hecha personalmente por Jiménez Moya, quien se presentó en el pequeño hotel donde yo vivía acompañado por José Horacio Rodríguez, el hijo de Juan Rodríguez que estuvo a punto de ser asesinado en Cayo Confites por un grupo de seguidores de Rolando Masferrer. En ese momento Miolán estaba hablando conmigo y participó en la conversación, que estuvo dedicada al tema de la cercana invasión del país por una columna armada que estaría dirigida por Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez. Según dijo Jiménez Moya el ataque partiría de Cuba y los participantes dispondrían de armas.

La República Dominicana no era Cuba Según dijo Jiménez Moya y repitió varias veces, el éxito de esa operación dependía de que el Partido Revolucionario Dominicano participara en ella, y mi respuesta, apoyada por Miolán, fue que esa acción sería una aventura en la cual el ganador sería Trujillo, y apoyaba mi criterio de la siguiente manera: Era un error creer que en nuestro país podía repetirse lo que había sucedido en Cuba. Desde que pisó tierra cubana seguido por sólo doce hombres, Fidel Castro contó con el apoyo de los campesinos de Sierra Maestra, que estaban organizados desde hacía varios años para llevar adelante una lucha contra los propietarios de tierras de esa región, los campesinos tenían líderes a los cuales respetaban y seguían, y Fidel Castro, que estaba al tanto de esas luchas, les ofreció apoyo en sus planes como lo demostró el hecho de que estando en la Sierra Maestra Fidel había puesto en vigor la ley de la reforma agraria que el gobierno de Batista no aplicó ni en la Sierra Maestra ni en ningún otro lugar de Cuba; en cambio, en la República Dominicana no había organizaciones campesinas ni cosa parecida, pero tampoco se hablaba, siquiera, de poner en vigor una reforma agraria, y en consecuencia con esa realidad los campesinos dominicanos no iban a respaldar a los que llegaran al país con el propósito de derrocar el gobierno trujillista; al contrario, decía yo, “los campesinos los atacarán a ustedes por miedo de que Trujillo los mate acusándolos de complicidad con ustedes”. Mi conclusión era que como la dirección del PRD compartía el criterio que yo estaba exponiendo, no podíamos autorizar la participación de los perredeístas en los planes que habían expuestos ellos (Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez). La conversación duró más de media hora y Miolán mantuvo el criterio que yo había expuesto. Nuestra posición disgustó a Jiménez Moya, que se levantó de la silla que estaba ocupando y salió, seguido por José Horacio Rodríguez, de la habitación donde habíamos estado reunidos, sin hacer ni siquiera un gesto de despedida y mucho menos, desde luego, sin decir “adiós” o “hasta luego”. Desgraciadamente para él así como para la mayoría de los que le siguieron en sus planes y de otros que llegaron a territorio dominicano por lugares diferentes al que habían escogido Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez, todos murieron. Entre los caídos hubo algunos perredeístas que no compartían el criterio de la dirección del Partido. Uno de ellos fue Silín (Víctor) Mainardi, hermano de Virgilio. Con Silín murió su hijo de 16 años, que era cubano, nacido en Guantánamo.


En Caracas se supo que de Cuba estaban saliendo hacia la República Dominicana grupos de antitrujillistas, pero no se tenía información de quiénes los formaban ni de cuántos de ellos habían salido de Venezuela, y numerosos venezolanos que habían mantenido relaciones con los dominicanos que residían en Caracas me asediaban con preguntas sobre la suerte de los expedicionarios. Para responder a esa preocupación escribí un artículo que se publicó en el diario El Nacional. Lo que decía ese artículo quedó desmentido cuando empezaron a llegar noticias sobre la aniquilación de los expedicionarios que pudieron pisar territorio dominicano.

Desgraciadamente la tesis de la dirección del PRD era correcta: nuestro país no era Cuba, y en consecuencia, lo que había sucedido en Cuba no iba a suceder en la República Dominicana. Las matanzas de los expedicionarios de Constanza, Maimón y Estero Hondo fueron golpes muy duros para los antitrujillistas del exilio. Durante largos meses estuvimos como aletargados y en cierto sentido fue un milagro que el PRD se conservara unido, sobre todo si se toma en cuenta que Batista había sido sacado del poder y en Cuba había un nuevo gobierno que les daba acogida a los dominicanos perseguidos por Trujillo. El jefe de la tiranía más feroz que ha conocido América respondió a las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo ordenando el asesinato del presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt. Lo que acabo de decir puede parecer descabellado porque los que llegaron al país en esas expediciones no habían salido de Venezuela sino de Cuba, y si piensan así no saben cómo reaccionaba Trujillo a cualquier actividad política de personas y gobiernos que se le oponían. Para Trujillo, él era el Estado dominicano, y en consecuencia una agresión, o un mero ataque político o personal, verbal o escrito, era un ataque al Estado llamado República Dominicana. Trujillo ha sido el único dictador del Nuevo Mundo que ordenó la muerte de hombres y mujeres por delitos que consistían en opiniones negativas sobre la persona del tirano o de alguno de sus familiares más cercanos, por ejemplo, los ataques que se le hacían a María Martínez. Por expresiones acusatorias contra él y contra su mujer fueron asesinados Jesús de Galíndez, José Almoina y Francisco Requena, el primero secuestrado en Estados Unidos y traído a la República Dominicana para ser muerto aquí, y Almoina y Requena pagaron con sus vidas, uno en México y otro en Nueva York, el delito de haber expuesto opiniones personales contra María Martínez y Trujillo. En el caso de las tres hermanas Mirabal, fueron asesinadas no porque estuvieran participando en acciones armadas o en conspiraciones que podían poner en peligro la dominación del Estado por parte de Trujillo; les dieron muerte a tiros porque predicaban sentimientos y actitudes antitrujillistas.

El atentado contra la vida de Rómulo Betancourt fue llevado a cabo el 24 de junio —día de San Juan— de 1960. Betancourt salvó la vida milagrosamente y el intento de asesinato marcó el inicio de la caída de Trujillo porque a partir de ese momento el gobierno norteamericano comenzó a elaborar una política que culminaría, once meses después, en la muerte del terrible dictador. Trujillo fue ajusticiado el 30 de mayo de 1961. La noticia no me sorprendió porque cuando escribía mi libro Póker de Espanto en el Caribe, en Santiago de Chile y en el año 1955, dije que Somoza y Trujillo tendrían el mismo tipo de muerte. Eso no podía decirse ni de Batista ni de Pérez Jiménez, del primero, porque en ese año —1955— la oposición al dictador cubano era una fuerza poderosa que el terror batistiano no podía controlar, pero además en 1955 yo conocía en conjunto y en detalle la historia de Cuba y había estudiado su composición social, y la historia y el tipo de composición social del pueblo cubano indicaban de manera clara que la dictadura de Batista no podría prolongarse mucho tiempo. Otro tanto podía decirse de la dictadura de Pérez Jiménez, que según entendía yo estaba destinada a ser derrocada en cualquier momento por los militares de su país porque el ejército venezolano no estaba compuesto, como el dominicano de esos años, por campesinos analfabetos. Para mí, la dictadura Pérez jimenista sería derrocada el día menos esperado, y así sucedió.

Envío al país de delegados del PRD

La noticia de la muerte de Trujillo llegó a Costa Rica el día 31 de mayo de 1961, y yo estaba viviendo en ese país, por segunda vez, desde hacía varios meses. Me la dieron los estudiantes del Instituto de Estudios Políticos y Sociales en el cual daba clases a jóvenes y hombres maduros de varios países de América Latina, todos miembros de partidos de tendencias socialdemócratas, entre los cuales estaban Rodrigo Borja, actual presidente de Ecuador, y Sergio Ramírez, vicepresidente de Nicaragua*. Para asegurarme de que podía confiar en lo que me decían esos estudiantes y me confirmó el embajador de Honduras al responder una llamada telefónica que le había hecho, me fui a San José, la capital costarricense, pues el Instituto estaba en un lugarejo llamado San Isidro Coronado, y me dirigí en el acto a la casa de José Figueres, desde donde el propio Figueres llamó al gobernador de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín, quien confirmó la muerte del terrible dictador. Inmediatamente, usando el teléfono de la casa de Figueres llamé a Ángel Miolán, que estaba en Caracas, y le pedí que llamara a Nicolás Silfa, secretario general de la seccional neoyorquina del PRD, y a Ramón Castillo, que estaba ocupando la secretaría general del partido en Puerto Rico, a fin de que celebráramos una reunión en Costa Rica para adoptar una política que nos permitiera tomar parte en los acontecimientos que iba a desatar en el país la muerte de Trujillo.

La situación no era fácil. El PRD se había comprometido con Vanguardia Revolucionaria Dominicana, un partido dirigido por Horacio Julio Ornes, a mantener una alianza que nos obligaba a actuar en forma conjunta en casos como el que se había presentado, y en cumplimiento de ese compromiso Ornes o un delegado suyo debía ser convocado a participar en la reunión de San José; y por otra parte mi posición había sido tomada de antemano dado que en el libro Trujillo, causas de una tiranía sin ejemplo, publicado en Caracas en 1959, yo decía que en vista de que Trujillo era un producto del subdesarrollo de la historia dominicana, el régimen trujillista estaba tan estrechamente ligado a su creador que no podría sobrevivir a la muerte de su jefe, y el día primero de junio de ese año 1961 se agrupó en el Parque Central de Costa Rica, de manera espontánea, una cantidad de por lo menos 250 personas, si no más, que me pidieron hablarles de los efectos que tendría en la República Dominicana la muerte del dictador, y recuerdo vivamente haber terminado lo que dije afirmando que en la República Dominicana no sucedería lo que pasó en Nicaragua, donde la muerte de Somoza no significó el fin del régimen. “Muerto Trujillo, con él desaparecerá el trujillismo porque ninguno de sus herederos tienen condiciones para ocupar su puesto”, afirmé. Como ésa era mi opinión, mi plan era proponer en la reunión de San José, cuando ésta se llevara a cabo, el envío inmediato a Santo Domingo de una delegación del PRD, y esa propuesta fue apoyada por Ángel Miolán, cuyo criterio político era superior al de otros dirigentes de los que tenía el partido en los años del exilio. La propuesta acabó siendo aprobada por Silfa y Castillo; no así por Horacio Julio Ornes, quien alegó que no había podido hacer contacto con los compañeros de Vanguardia Revolucionaria Dominicana sin cuya aprobación no podía respaldar la decisión de ir a la República Dominicana que había adoptado la dirección del PRD. Lo acordado por Miolán, Silfa, Castillo y yo fue el envío de una delegación perredeísta a Santo Domingo.

Los delegados del PRD

Para poner en práctica lo acordado se les enviaron al Dr. Joaquín Balaguer, que desempeñaba el cargo de presidente de la República, y al representante de la Organización de Estados Americanos (OEA) que se hallaba en Santo Domingo, sendos telegramas en los que anunciábamos nuestra disposición de trasladarnos a Santo Domingo, que seguía llamándose Ciudad Trujillo, para iniciar una época nueva en el país, la de actividades políticas democráticas que habían sido perseguidas durante más de treinta años con saña criminal por la tiranía trujillista. Los dos contestaron con telegramas aceptando lo que habíamos propuesto, pero con la aclaración de que la delegación del PRD que viajaría al país lo haría sobre la base de iniciar discusiones con el gobierno, y aunque eso nos pareció, o por lo menos así lo pensé yo, que para aceptar la propuesta que le habíamos hecho, el Dr. Balaguer debió tratar el tema con Ramfis Trujillo, se tomó la decisión de enviar la delegación perredeísta al país. Recuerdo vivamente que Miolán se propuso como el primero de los delegados, lo que significaba que la representación del Partido estaría encabezada por su secretario general, y como eso garantizaba la unidad de criterio de la delegación cuando estuviera operando en el país, yo aprobé inmediatamente lo que proponía Miolán y a seguidas Silfa y Castillo dijeron que ellos querían ser parte del grupo. Como encargado de solicitar el respaldo político y la ayuda económica de los partidos y los gobiernos de América Latina con los cuales mantenía relaciones el PRD, yo debía permanecer en Costa Rica, y finalmente, yo propuse que Buenaventura
Sánchez, secretario general de la seccional perredeísta de Caracas, fuera también miembro de la delegación, pero por razones que no recuerdo porque no tuve contacto directo con él, no formó parte de los delegados —Miolán, Silfa y Castillo— que llegaron al país el 5 de julio de 1961, día en el cual yo estaba en Caracas, invitado por el presidente de Venezuela para participar en los festejos que se celebraban año por año en esa fecha en conmemoración de la independencia nacional. Diez días después me llamaba Miolán a San José de Costa Rica para decirme que al día siguiente se llevaría a cabo el primer acto político del Partido en la República Dominicana: un mitin que tendría lugar en la capital de la República y sería transmitido por Radio Caribe. Ya se había transmitido por Radiotelevisión Dominicana una corta grabación mía que Miolán había llevado de Costa Rica en la que presentaba a los delegados del Partido Revolucionario Dominicano como lo que eran: unos denodados luchadores por la libertad de su pueblo que debían ser recibidos por éste con respeto y confianza en lo que ellos harían. La transmisión del mitin del 16 de julio costó 3 mil pesos, y como en esos tiempos el peso valía un dólar, y era difícil que el partido pudiera recaudar esa cantidad de dinero cuando hacía menos de dos semanas que habían llegado a Santo Domingo, en el país no se tenía la menor idea de su existencia, y al darme la noticia de que iba a celebrarse el mitin Miolán me pidió que hiciera lo posible por enviarle dinero suficiente para pagarle a Radio Caribe y para cubrir otras necesidades.
El Partido Revolucionario Dominicano estaba abriendo las puertas del futuro de nuestro pueblo, pero los exiliados antitrujillistas que quedaban en Estados Unidos, Puerto Rico, Venezuela, Cuba, México, Curazao, Aruba, creían que los perredeístas estábamos equivocados y no respaldaban los esfuerzos que hacíamos para sembrar en el país la semilla de la libertad.

La política es una ciencia y un arte. En su condición de ciencia requiere que la sociedad en la que se ejerce sea debidamente estudiada porque el estudio hace posible que se le conozca en varios, sino en todos sus aspectos, dos de los cuales son el histórico y el que tiene cuando se está operando o va a operarse en ella. Sobre la sociedad dominicana de 1960, todo el que pretendiera actuar políticamente en su seno debía saber, en primer lugar, que además de estar dividida en clases lo estaba en campesinos y centros urbanos, y aunque el peso de la tiranía trujillista caía sobre unos y otros, era diferente en el campo, que todavía en 1960 tenía la mayor parte de la población nacional, y de campesinos estaban compuestas las Fuerzas Armadas y la Policía, cuyos miembros, en una proporción que podía estimarse superior al 90 por ciento, vivían en los cuarteles de los cuales la mayor parte se hallaba en los centros urbanos, pero estaban adheridos emocionalmente a los campos donde vivían sus familiares — padres, madres, hermanos, abuelos y tíos—; sus amigos y compañeros de la infancia, con todos los cuales mantenían los soldados y los campesinos relaciones muy estrechas, y no en condición de subalternos sino todo lo contrario, lo que creaba un firme vínculo político entre la dictadura y el campesinado porque los campesinos creían a pie juntillas que los familiares suyos que vestían uniformes militares y de policías y usaban armas eran unos privilegiados gracias a que Trujillo los había escogido para que le sirvieran en condición de soldados y policías. Esa creencia les daba a los hombres y las mujeres de los campos una solidez de sentimientos favorables a la tiranía que compartían con ellos sus hijos, sobrinos y en general sus familiares, pero además los hacía creer que eran socialmente superiores a las familias campesinas que no tenían hijos, sobrinos y primos vestidos de militares y de policías; y esa sensación de superioridad se crecía cuando sus deudos eran ascendidos, aunque fuera al mínimo grado de cabos. El campesinado era, debido a lo que acaba de decirse, la base militar del régimen trujillista, situación que no se daba ni remotamente en Cuba, y por saber, como los sabíamos Miolán y yo, que esa base era de puro granito y no podía ser destruida por 250 ó 300 hombres habituados a vivir en ciudades populosas desde que salieron del país, algunas tan pobladas como Nueva York y México, la dirección del PRD no participó en las expediciones que en el año 1959 llegaron a las costas de la provincia de Puerto Plata, y esa negativa a entrar en el país armas en mano hizo del PRD una reserva histórica puesto que dada la fortaleza de la base militar del trujillismo si el PRD hubiera sumado sus miembros a las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo a la desaparición de Trujillo el país se hubiera encontrado totalmente huérfano de hombres que tuvieran experiencia de organizadores políticos. Los exiliados decían que para liberar el país de la tiranía era necesario combatirla militarmente hasta derrotarla porque mientras Trujillo viviera no habría posibilidad de que el pueblo dominicano adquiriera desarrollo político, y tenían razón, pero no se daban cuenta de que el triunfo de la revolución cubana había iniciado un cambio profundo en la región del Caribe, cambio que estaba llamado a convertir en irrespirable para Trujillo y su gobierno el aire político en el cual vivía el pueblo dominicano.

La carta a Trujillo

Lo que acabo de decir fue expuesto en la carta que escribí en Caracas, Venezuela, publicada en el diario La Esfera, de la cual envié copias, además del original destinado a Trujillo, a su hijo Ramfis, al hijo de Marina Trujillo de García —José García Trujillo— y al Dr. Joaquín Balaguer. Copio a seguidas esa carta: “General: En este día, la República Dominicana que usted gobierna cumple ciento diecisiete años. De ellos, treinta y uno los ha pasado bajo su mando; y esto quiere decir que durante más de un cuarto de siglo de su vida republicana el pueblo de Santo Domingo ha vivido sometido al régimen que usted ha mantenido con espantoso tesón. ‘Tal vez usted no haya pensado que ese régimen ha podido durar gracias, entre otras cosas, a que la República Dominicana es parte de la América Latina; y debido a su paciencia evangélica para sufrir atropellos, la América Latina ha permanecido durante la mayor parte de este siglo fuera del foco de interés de la política mundial. Nuestros países no son peligrosos, y por tanto no había por qué preocuparse de ellos. En esa atmósfera de laisez faire, usted podía mantenerse en el poder por tiempo indefinido; podía aspirar a estar gobernando odavía en Santo Domingo al cumplirse el sesquicentenario de la República, si los dioses le daban vida para tanto’. ‘Pero la atmósfera política del hemisferio sufrió un cambio brusco a partir del 1º de enero de 1959. Sea cual sea la opinión que se tenga de Fidel Castro, la historia tendrá que reconocerle que ha desempeñado un papel de primera magnitud en ese cambio de atmósfera continental, pues a él le correspondió la función de transformar a pueblos pacientes en pueblos peligrosos. Ya no somos tierras sin importancia, que pueden ser mantenidas fuera del foco del interés mundial. Ahora hay que pensar en nosotros y elaborar toda una teoría política y social que pueda satisfacer el hambre de libertad, de justicia y de pan del hombre americano’.

‘Esa nueva teoría será un aliado moral de los dominicanos que luchan contra el régimen que usted ha fundado; y aunque llevado por su instinto realista y tal vez ofuscado por la desviación profesional de hombre de poder, usted puede negarse a reconocer el valor político de tal aliado, es imposible que no se dé cuenta de la tremenda fuerza que significa la unión de ese factor con la voluntad democrática del pueblo dominicano y con los errores que usted ha cometido y viene cometiendo en sus relaciones con el mundo americano’. ‘La fuerza resultante de la suma de los tres factores mencionados va a actuar precisamente cuando comienza la crisis para usted; sus adversarios se levantan de una postración de treinta y un años en el momento en que usted queda abandonado a su suerte en medio de una atmósfera política y social que no ofrece ya aire a sus pulmones. En este instante histórico, su caso puede ser comparado al del ágil, fuerte, agresivo tiburón, conformado por miles de años para ser el terror de los mares, al que un inesperado cataclismo le ha cambiado el agua de mar por ácido sulfúrico: ese tiburón no puede seguir viviendo’. ‘No piense que al referirme al tiburón lo he hecho con ánimo de establecer comparaciones peyorativas para Usted. Lo he mencionado porque es un ejemplo de ser vivo nacido para atacar y vencer, como estoy seguro piensa usted de sí mismo. Y ya ve que ese arrogante vencedor de los abismos marítimos puede ser inutilizado y destruido por un cambio en su ambiente natural, imagen fiel del caso en que usted se encuentra ahora’. ‘Pero sucede que el destino de sus últimos días como dictador de la República Dominicana puede reflejarse con sangre o sin ella en el pueblo de Santo Domingo. Si usted admite que la atmósfera política de la América Latina ha cambiado, que en el nuevo ambiente no hay aire para usted, y emigra a aguas más seguras para su naturaleza individual, nuestro país puede recibir el 27 de febrero de 1962 en paz y con optimismo, si usted no lo admite y se empeña en seguir tiranizándolo, el próximo aniversario de la República será caótico y sangriento; y de ser así, el caos y la sangre llegarán más allá del umbral de su propia casa, y escribo casa con el sentido usado en los textos bíblicos’. ‘Es todo cuanto quería decir, hoy, aniversario de la fundación de la República Dominicana’”. Al final iba mi firma, el nombre del lugar donde esa carta había sido escrita, y la fecha: 27 de febrero de 1961, y exactamente tres meses después de ese día Rafael Leónidas Trujillo caía abatido a tiros, o lo que es lo mismo, su sangre llegó “más allá del umbral de su propia casa”.

La expulsión de Nicolás Silfa

Con el mitin celebrado en la capital de la República el 16 de julio de 1961 el Partido Revolucionario Dominicano iniciaba una etapa en la historia política de nuestro pueblo; una etapa que estaba a mucha distancia no sólo de lo que había sido la dictadura trujillista sino de lo que habían sido todos los partidos que conoció el pueblo en los 128 años transcurridos desde el 27 de febrero de 1844. Hasta el día en que sus representantes pisaron tierra dominicana, el 5 de julio de 1961, las organizaciones políticas de masas eran conocidas con el nombre de sus caudillos o de los símbolos que los representaban, se era santanista y baecista, colorado y verde, horacista y jimenista o rabú o bolo, y por último, trujillista o antitrujillista, pero desde el primer momento los miembros del PRD tuvieron un nombre partidista: eran perredeístas, y esa manera de denominar a sus partidarios con el nombre de las organizaciones políticas que se formaron inmediatamente después de la llegada al país del PRD se hizo un hábito, pues siguiendo ese modelo los del 14 de Junio se llamaron catorcitas y los de la Unión Cívica Nacional se llamaron cívicos. La excepción fueron los seguidores del Dr. Joaquín Balaguer, que se proclamaban balagueristas.

A pesar de lo que acaba de decirse el Partido Revolucionario Dominicano no estaba libre de los males propios del subdesarrollo que aquejaban a la sociedad en que iba a actuar. Yo llegué al país el 21 de octubre de ese año 1961 y pocos meses después, sin haber consultado a la dirección del partido y ni siquiera informar a sus compañeros de largos años de lucha, Nicolás Silfa pasó a ser secretario de Estado de Trabajo en el gobierno del Dr. Balaguer. Esa manera de comportarse uno de los tres miembros de la comisión que la dirección del PRD había enviado al país pocos meses antes no fue un golpe mortal para el perredeísmo porque el atraso del pueblo dominicano le impedía hacer juicios políticos correctos.

Nicolás Silfa fue expulsado del partido a propuesta mía, pero esa sanción no impidió que en el seno del PRD siguieran dándose sorpresas como la que dio Silfa. El caso de Nicolás Silfa no fue el único. Los perredeístas llegados del exilio éramos pocos y los que se nos sumaron en el país no tenían la menor idea de cómo se organizaba un partido; en consecuencia, no había manera de elegir un Comité Ejecutivo Nacional que dirigiera al PRD a nivel nacional, y en esas condiciones estábamos cuando llegó el día de elegir el candidato a la presidencia de la República porque las elecciones se celebrarían el 20 de diciembre de 1962. El candidato elegido fui yo, pero antes de que se hiciera la elección propuse, y fue aceptado por la mayoría del Comité Político Nacional, que si el candidato presidencial era un perredeísta llegado del exilio el candidato a vicepresidente debía ser uno de los que se incorporaron al partido después del 5 de julio de 1961. Los argumentos que explicaban la razón de ser de esa propuesta fueron varios, pero el primero fue la necesidad que tenía el partido de demostrarle al pueblo que los que estuvimos luchando año tras año contra la dictadura de Trujillo no debíamos dar la impresión de que lo habíamos hecho para beneficiarnos políticamente tomando para nosotros las posiciones más importantes del país. (En realidad, aunque no se lo dije a nadie, lo que perseguía con ese argumento era evitar que tomara cuerpo una campaña de susurros que había desatado Buenaventura Sánchez, a quien había oído decir varias veces, en mis viajes por Venezuela, que él sería presidente de la República porque así se lo hizo saber a su señora madre la comadrona que lo había parteado basando su profecía en el hecho de que él —Buenaventura Sánchez— había nacido en una casa que fue propiedad de Buenaventura Báez, el político que ocupó cinco veces la posición de presidente de la República. Al retornar al país Buenaventura Sánchez contaba la historia de su nacimiento en la que había sido una casa de Báez y lo que le dijo a su madre la comadrona que la parteó, y con ese cuento fue formando un grupo de familiares y amigos de su familia que al mencionar su nombre agregaban: “El futuro presidente”). Esa actividad de Buenaventura Sánchez culminó en su elección como candidato vicepresidencial del PRD en violación del acuerdo que había sido tomado por el Comité Político Nacional, la más alta autoridad del partido, violación que yo no podía aceptar porque con ello se establecería el derecho de cualquiera de los perredeístas a irrespetar los estatutos de la organización y las decisiones de sus autoridades, y como no veía en los miembros del Comité Político inclinación a desconocer la elección de Buenaventura Sánchez como candidato vicepresidencial decidí aislarme de todos ellos mientras durara esa situación y me trasladé, de la casa de la calle Polvorín donde estaba viviendo desde que llegué al país, a una de Arroyo Hondo, propiedad de un amigo a quien había conocido en Cuba.

La única persona que sabía dónde estaba yo era mi hermana Angelita, y la fecha de celebración de las primeras elecciones libres que tendría el país en 38 años se acercaba rápidamente, pues las elecciones estaban convocadas para el 20 de diciembre (1962) y mi aislamiento había comenzado en el mes de octubre. En esa ocasión, el peso de la dirección del partido cayó sobre Ángel Miolán que condujo la crisis hasta su solución, iniciada con la renuncia de Buenaventura Sánchez a su candidatura a vicepresidente y a la elección para ese puesto del Dr. Armando González Tamayo.

El PRD, partido populista

Todos los dominicanos en edad adulta saben que yo fui elegido presidente de la República, hecho que sucedió el 20 de diciembre (1962), pero seguramente la inmensa mayoría de ellos no sabe que el secretario de Estado de Educación del gobierno que presidí fue Buenaventura Sánchez, dato que ofrezco para que el lector sepa que un líder político, y sobre todo un jefe de Estado, no adopta posiciones por razones personales. Una vez resuelto el problema que había provocado el compañero Sánchez al violar un acuerdo de la máxima autoridad del partido, él pasaba a ser merecedor del mismo trato que se les daba a todos los perredeístas, y su historia en el partido era la de un trabajador incansable desde que ingresó en el PRD.

Ahora debo aclarar que he estado haciendo la historia del PRD porque ese partido fue el vientre materno en que se formó el PLD, pero no voy a hacer la historia del gobierno que encabecé durante siete meses debido a que mientras estuve desempeñando las funciones presidenciales el PRD era dirigido por Ángel Miolán y los miembros de su Comité Ejecutivo Nacional.

El 25 de septiembre de 1963 los jefes militares derrocaron el gobierno, yo fui enviado a Guadalupe en un buque de guerra; de ahí pasé a Puerto Rico y volví al país dos años después. Al retornar hallé el partido prácticamente en desbandada porque la ocupación militar norteamericana fue, de hecho, una acción antiperredeísta. La debilidad orgánica del PRD hacía imposible que como candidato a presidente de la República en las elecciones que debían celebrarse el 1º de junio de 1966 pudiera hacer una campaña nacional y ni siquiera limitada al territorio que ocupaba la ciudad de Santo Domingo. Pasadas las elecciones, en las cuales el PRD sacó algunos senadores y diputados así como síndicos y regidores, me dediqué a planear una reorganización del partido, tarea en la que trabajaron conmigo el escritor Bonaparte Gautreaux y el contador Público Manuel Ramón García Germán.

El tipo de organización que había concebido era la división del territorio, empezando por el de la capital del país, en zonas geográficas que llevarían los nombres de las letras del alfabeto: Zona A, Zona B, Zona C, y así sucesivamente; cada zona estaría bajo la dirección de un comité zonal elegido por los miembros del partido que vivieran en su jurisdicción, pero esa elección sería peculiar porque debían escogerse candidatos que representaran los diferentes sectores sociales de la zona correspondiente; además, a la dirección nacional debía agregarse una Comisión Nacional de Disciplina con autoridad para juzgar a todos los miembros que fueran acusados de violar los estatutos del partido. La intención que me movía a proponer el nuevo tipo de organización tenía su origen en la necesidad, que a mi juicio era de vida o muerte para un partido político que sustituía los nexos ideológicos inexistentes que debían unir a todos sus miembros con una suplantación de la relación que hay entre padres e hijos de una sociedad formada por grandes mayorías de gentes muy pobres; o dicho de otro modo, el PRD era un típico partido populista formado por gentes a quienes la alta dirección tenía que resolverles sus problemas personales, los que se originaban en sus miserables condiciones materiales de existencia, no los problemas políticos del país.

El traslado a Benidorm

Siguiendo ese criterio, yo pensaba que los comités zonales del PRD tendrían en su seno hombres y mujeres del pueblo ignorantes de lo que es el trabajo político, pero al mismo tiempo en cada uno de ellos habrían dos, tres, cuatro personas de condición social diferente a los que componían las bases partidistas, y por ser diferentes entre ellos se hallarían maestros de escuela, incluso hasta profesores universitarios, estudiantes, técnicos, abogados, médicos, ingenieros; pero todavía no me daba cuenta de que la conciencia política no se forma por contagio; eso acabaría descubriéndolo más tarde, como resultado de un proceso de meditación, estudios y trabajo intelectual que me llevó a salir del país para dedicarme a escribir dos libros en los que me proponía exponer los juicios que me había ido formando acerca de la sociedad dominicana a lo largo de su historia y el proceso de formación de las sociedades del Caribe a partir de la integración en ellas de los elementos que participaron en su formación. Esos libros serían Composición social dominicana y De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe frontera imperial. Me decía a mí mismo que la redacción de esos dos libros, pero sobre todo el primero, era una obligación sagrada que tenía con el pueblo dominicano porque los textos de historia que leían sus niños, sus jóvenes y hasta sus mayores eran sólo relatos de los sucesos que tenían categoría histórica; relatos hechos con la suma de numerosos relatos de los cuales podía haber pruebas pero no hacía falta que las hubiera porque de todos modos las pruebas posibles no eran analizadas para sacar de sus entrañas la verdad o la mentira que tuvieran. Para mí, lo que importaba era que los dominicanos conocieran no sólo cuáles y cuántos hechos históricos se habían producido a lo largo de los siglos que tenía nuestro pueblo, sino cómo y por qué se produjeron esos hechos, cuáles fueron las fuerzas que los formaron. En síntesis, lo que yo perseguía era iluminar la mente de los dominicanos describiendo, mediante el análisis de los acontecimientos históricos, las causas que los provocaron. Para escribir los libros dedicados a esos fines era necesario salir del país por dos razones; la primera, debía situarme en un lugar donde se me hiciera fácil tener a mi disposición todas las obras y los documentos, o por lo menos una parte importante de ellos, en que se relataran hechos sucedidos en la región del Caribe, incluyendo, como era natural, los relativos a la República Dominicana y Haití; y segundo, disponer de todo el tiempo que requeriría el trabajo de estudiar detenidamente todos los documentos y las obras que pudiera adquirir. España era el único lugar donde podía contar con el material de estudio y con el tiempo necesario para emplearlo, y decidí ir a España, donde contaba con amigos excelentes, a la cabeza de los cuales se hallaba Enrique Herrera Marín. Una vez decidido el lugar donde iba a residir envié a Madrid a doña Carmen y a Bárbara y con ayuda de mis cuñados Pipí Ortiz y Osvaldo Orsini reuní dos mil dólares que me servirían por lo menos para mantenernos en España el primer año. El viaje sería en barco desde Venezuela adonde llegué a fines de diciembre de 1967 acompañado por Domingo Mariotti, y desde el puerto venezolano de La Guaira partimos hacia España para llegar al comenzar el año 1968. El lugar de España donde iba a escribir los libros que me parecían indispensables para conseguir que los dirigentes del Partido Revolucionario Dominicano adquirieran una dosis de conciencia política indispensable para hacer del PRD el instrumento de cambio mental que el país requería fue Benidorm, pueblo de la provincia de Alicante, donde Enrique Herrera Marín nos brindó hospitalidad en una propiedad suya.

Composición social dominicana fue escrito en poco tiempo pero quedó terminado en noviembre de 1968 porque tuve que viajar a Francia, a Inglaterra, a Suecia y Dinamarca, a Holanda, Bélgica, Alemania, Yugoeslavia y Rumanía. Su primera edición hizo en la República Dominicana en febrero de 1970, cuando todavía yo no había regresado al país; en cuanto a De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial, su primera edición se hizo en España, en abril de 1970, a pesar de que yo había hecho la última corrección de pruebas en París, a mediados de junio de 1969. Además de escribir esos libros y otros más —El Pentagonismo, sustituto del imperialismo, que fue traducido a varias lenguas—, yo tenía que dedicar tiempo a contestar la correspondencia, que me llegaba de varios lugares, y a recibir visitas, entre ellas la del coronel Francisco Alberto Caamaño y la del Dr. Jottin Cury, y dos veces la de José Francisco Peña Gómez, que todavía no era doctor, y sucedía que de lo que pasaba en la República Dominicana los que dirigían el PRD no me daban cuenta. A tal extremo llegó mi aislamiento de la política nacional que un día envié a la prensa la noticia de mi renuncia a la presidencia del Partido Revolucionario Dominicano. Los efectos de esa renuncia fueron el envío inmediato a Benidorm de un grupo de dirigentes del partido entre los cuales estaban dos líderes obreros; uno de ellos era el veterano luchador Miguel Soto y el otro Pedro Julio Evangelista, un agricultor y ganadero que diez años después sería elegido presidente de la República —Antonio Guzmán—, y otro que sería Canciller en el gobierno de Guzmán, Ludovino Fernández; además, entre esos estaba Peña Gómez.

El resultado del viaje a Benidorm de la comisión del PRD enviada a conseguir que yo retirara mi renuncia a la presidencia del partido no fue conocido ni por los comisionados ni por nadie porque yo no lo dije nunca. Es ahora, más de veinte años después, cuando voy a hacerlo público: exactamente un día después de haberse ido ellos hacia Madrid, donde tomarían el avión para volver a Santo Domingo empecé a elaborar el plan de reformas del PRD que no pudieron ponerse en vigor en el PRD pero se pondrían en vigor en el PLD. Voy a explicar lo que acabo de decir. Lo que expusieron los comisionados, con la excepción de Miguel Soto, me impresionó negativamente a tal punto que me dejó convencido de que el pueblo dominicano no podía esperar del PRD nada bueno porque sus dirigentes ignoraban totalmente los problemas del país y ninguno de ellos tenía interés en conocerlos. El trabajo de reorganización del partido que había hecho yo, con la ayuda de Gautreaux y García Guzmán, no había sido aplicado sino en sus aspectos superficiales, como el de denominar con las letras del alfabeto los comités perredeístas. Para los líderes del PRD la política se había reducido a actividades de tipo personal, llevadas a cabo a niveles de amigos o enemigos. Mis conclusiones eran realmente negativas y deprimentes, pero yo no podía darme por vencido; no podía abandonar a las masas del pueblo renunciando al partido que me había hecho su líder y me había llevado a la presidencia de la República, y al fin tomé la decisión de luchar para convertir el PRD en una organización viva, creadora, consciente de que tenía un compromiso con los fundadores de la República: el de convertir en hechos lo que ellos soñaron cuando organizaron La Trinitaria. Mi estado de ánimo era indescriptible porque sabía que tenía que tomar decisiones muy serias, pero ignoraba cómo tenía que actuar, qué planes elaborar, qué líneas seguir.

Una desorganización política

En ese estado de ánimo, nos fuimos Carmen y yo a París y allí nos alojamos en la casa que ocupaba Héctor Aristy, y fue en esa casa donde empecé a concebir las reformas que debían hacérsele al PRD. Lo primero que pensé fue en la formación de círculos de estudio que se encargarían de enseñarles a los miembros de los comités de base, empezando por los de la Capital, qué era la actividad política, cómo debía ser llevada a cabo y con qué métodos debía ser aplicada en cada caso, esto es, cuando se trataba de gente del pueblo analfabeta o de profesionales y estudiantes universitarios. Yo ignoraba que Lenín había formado círculos de estudio en Rusia en los primeros años del siglo XX, de manera que la idea de crear unos cuantos en la República Dominicana fue una idea mía; pero no me quedé en eso. En primer lugar, los círculos de estudio del PRD tendrían como material de estudio folletos que escribiría yo, y fundamentalmente esos folletos serían de temas históricos, en cierto sentido, una adaptación de lo que había dicho en Composición social dominicana pero presentada en pocas páginas y además pequeñas. El primer círculo sería organizado con una parte de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional, que era el organismo más alto del partido, y pensaba que con una parte nada más porque sabía que entre ellos los había que carecían de la base cultural indispensable para leer y asimilar el material que iba yo a escribir.

Yo había vuelto al país el 17 de abril de 1970 y el folleto número uno fue escrito el 2 de agosto de ese año; el 10 de ese mes escribí el número dos, el número tres fue escrito en septiembre y el cuarto en octubre; el número nueve lo fue un año después. Los folletos se vendían sin beneficio para el partido ni, naturalmente, para su autor, pero los círculos de estudios no se formaban, excepto en el caso de los cuatro o cinco que organicé yo mismo. La dirección del PRD no se daba cuenta de la importancia que tenía, para un partido político, formar intelectual e ideológicamente a sus miembros. La creación de métodos de trabajo, que debía ser una tarea de los círculos de estudios, no se llevaba a cabo, salvo en el caso del denominado unificación de criterios que ha sido tan fecundo en el PLD.

El PRD que encontré a mi vuelta al país era, en vez de una organización política, una desorganización política y social. La Casa Nacional, local de la dirección partidista, estaba prácticamente en ruinas; en la parte baja de una construcción de dos plantas que había en el patio, unos vivos pusieron un expendio de mercancías de mesa, y en la parte alta vivía, con toda su familia, el secretario de asuntos campesinos del Comité Ejecutivo
Nacional; por lo demás, en la parte principal vivían y dormían hombres y mujeres; si llovía, el agua caía en el piso como caía en el patio o en la calle. Para reparar el edificio les pedí a mis hermanos que vendieran una de las propiedades que nos habían dejado en herencia nuestros padres y de la parte que me tocaba yo quería sólo 2 mil pesos —entonces el peso equivalía al dólar estadounidense—, cantidad que usé en reparar la Casa Nacional, de la cual ordené sacar, cargado, al secretario de Organización del Comité Ejecutivo Nacional porque compartía su puesto en la alta dirección del PRD con la dirección del PACOREDO (Partido Comunista de la República Dominicana) y lo hacía con un desparpajo increíble.

De la oficina secreta a la revista Política

A Domingo Mariotti, que salía de España hacia Santo Domingo, le pedí que me trajera cien ejemplares del libro De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial, para venderlos a quienes pudieran pagar por cada uno de 50 a 100 pesos porque el partido no había organizado una recaudación de fondos que le permitiera pagar la renta del local, la luz eléctrica, el teléfono y un salario para las dos mecanógrafas que echaban allí sus días y a menudo también los sábados y los domingos, y mucho menos se le cubrían sus necesidades a la persona que actuaba como director de la Casa Nacional. Los libros se vendieron, pero del dinero que me enviaron los compradores llegaron a mis manos sólo 250 pesos. El desorden era de tal naturaleza que para agenciar fondos con que atender a las necesidades de la dirección del partido monté una oficina secreta, que establecí, bajo la dirección de Nazim Hued, en el último piso del edificio de la calle del Conde donde estaba la Ferretería Morey y ahora está la Ferretería Cuesta. En el montaje de esa oficina se trabajó con tanta sutileza que ningún dirigente del PRD se enteró de ello, ni siquiera los que yo sabía que eran honestos porque alguno podía contarle a otro que no tuviera esa condición que en el tercer piso del edificio ocupado por la Ferretería Morey estaba funcionando un local del partido dedicado a la recaudación de fondos, y nadie sabía lo que podía pasar si esa noticia caía en oídos de gente como ciertos perredeístas de cuyos nombres no quiero acordarme. Para crear la afluencia de fondos, aunque fueran reducidos pero seguros, organicé con algunos amigos, entre ellos médicos respetados, reuniones semanales en las que participaban posibles cotizantes, la mayoría de los cuales aceptó comprometerse a dar una cuota mensual para el PRD, y de los miembros de fila del partido dos fueron escogidos para llenar las funciones de cobradores, y uno de esos dos sustrajo 800 pesos —que insisto, equivalían a dólares— que cobró de los cotizantes pero no llevó a la oficina secreta que dirigía Nazim Hued. Empeñado en producir al mismo tiempo educación y fondos para el partido ordené la publicación de un libro mío, escrito en 1959 en Venezuela, donde tuvo dos ediciones: Trujillo: causas de una tiranía sin ejemplo, y la publicación de la revista Política: Teoría y Acción, Órgano Teórico del Partido Revolucionario Dominicano, cuyo primer número correspondió a mayo de 1972. De esa revista se publicaron doce números, todos ellos no sólo dirigidos sino hechos por mí a tal extremo que lo que se publicaba en sus páginas sin firma era obra mía, y los artículos traducidos del inglés y del francés también eran obra mía porque yo tenía que hacer el papel de mecanógrafo, de traductor, de director, de corrector de originales y composición debido a que en el PRD, salvo algún que otro artículo de Franklin Almeida, Arnulfo Soto, Amiro Cordero Saleta, Máximo López Molina y uno de José Francisco Peña Gómez, que ya era doctor y lo firmó con ese título, nadie se ofreció a colaborar para mantener en circulación la revista. Hasta la sección titulada “Teoría y acción en el ejemplo histórico”, que apareció en diez de los doce ejemplares de la revista que se publicaron, tuve que escribirla yo, así como la contraportada de las carátulas de los doce ejemplares. Esa revista demandaba trabajo, porque era de cien páginas, pero ningún dirigente perredeísta se ofreció a escribir para ella. Es más, Peña Gómez hizo su único artículo a petición mía.

Peña Gómez había vuelto al país, desde Nueva York, tras una larga estancia en Francia y luego en Estados Unidos. Creo recordar que su regreso tuvo lugar el 2 de noviembre de 1972, y a poco de llegar anunció en Puerto Plata que pronto iban a sonar en la capital de la República los estampidos de las metralletas. Eso sucedía en los primeros días de enero de 1973, y en febrero llegaba al país Francisco Alberto Caamaño. El día de su llegada se supo en Santo Domingo, por transmisión de rumores, no porque Caamaño se lo hiciera saber a alguien. Ese día era lunes y para analizar el cúmulo de rumores que se movía con la rapidez y el secreto de los ríos subterráneos nos reunimos en la casa de Jacobo Majluta varios miembros de la dirección del PRD, entre ellos Peña Gómez, que desapareció de la sala después que él y Majluta se separaron del grupo para ir a esconder sendos revólveres que habían estado exhibiendo de manera ostentosa seguramente con la intención de impresionar a los que estábamos reunidos con ellos haciéndose pasar por hombres dispuestos a morir combatiendo como leones si se aparecían por allí agentes de la fuerza pública. Cuando se nos dijo que la policía estaba registrando la casa vecina, yo, y conmigo dos personas más, pasamos a la casa que se hallaba en dirección opuesta a la que estaba siendo registrada, y en la que entramos había buscado refugio Peña Gómez, que salió de esa casa, a poco de llegar nosotros, y fue a refugiarse a varias cuadras de distancia. A partir de ese momento, Peña Gómez, secretario general del PRD, y yo, presidente del mismo partido, el único presidente que había tenido esa organización política, mantuvimos alguna relación, muy débil y al mismo tiempo muy desagradable debido a que él se sentía respaldado por una fuerza superior, un poder extrapartido que lo llevó a proclamar que él era un astro con luz propia, palabras arrogantes con las cuales se situaba en un mundo aparte, ocupando un trono que lo colocaba por encima de los estatutos y por tanto de las autoridades legítimas del PRD. No había que ser un lince para darse cuenta de que las arrogancias de Peña Gómez estaban dirigidas a mí, y ni él ni ninguno de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del partido se daban cuenta de que yo sabía ya que el PRD había dejado de ser lo que diez años atrás creí que podía ser. La posibilidad de ir al poder con el PRD de 1973 era algo que me preocupaba seriamente. ¿Cómo podía yo exponerme a ser candidato presidencial perredeísta para las elecciones de 1974? ¿Qué podía sucederme si era elegido presidente de la República? ¿Con quiénes iba a gobernar si en el PRD no llegaban a cien los hombres y las mujeres que tuvieran desarrollo político, conocimiento de los problemas del país y que además fueran incapaces de usar los cargos públicos en provecho propio?

Ni Peña Gómez ni ninguno de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del PRD se dieron cuenta de cuál era mi estado de ánimo, y por ignorarlo varios de ellos se quedaron petrificados cuando en la reunión del 14 de noviembre de 1973, al lanzarse Peña Gómez contra mí en lenguaje irrespetuoso y con la mirada cargada de odio respondí sin palabras, poniéndome de pie y saliendo del pequeño salón en que se reunía el Comité Ejecutivo Nacional, Salí de allí y del PRD para siempre, y a los cuatro días de eso hice llegar a los periódicos la noticia de que había renunciado a la presidencia y a la militancia del Partido Revolucionario Dominicano.

Próximo capítulo IV: Los origines del PLD

sábado, 28 de marzo de 2020

BOSCH: AUTOBIOGRAFÍA POLITICA [Segunda entrega]

"BOSCH: AUTOBIOGRAFÍA POLÍTICA, HISTORIA FUNDACIÓN PRD Y ORÍGENES PLD"

Juan Bosch, en su libro “PLD un Partido Nuevo en América” narra la historia de la fundación del PRD, en Cuba 1939, y toda la trayectoria por la que paso ese partido mientras estuvo al frente de su dirección y de las causas que lo llevaron a abandonarlo(PRD) en 1973, el Partido que fundara juntos a otros dominicanos en 1938, entre ellos, el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, para fundar un nuevo Partido(PLD) que estuviera en condiciones políticas e ideológicas para completar la obra de Juan Pablo Duarte, que era la liberación económica, política de la República Dominicana. También, en este libro, el Profesor Juan Bosch hace una especie de autobiografía política. Contando en qué momento y en qué circunstancias se inicia en la política militante, asumiendo el reto de luchar por su patria para liberarla de la dictadura oprobiosa de Trujillo y darles a los dominicanos y dominicanas una vida más justa y digna. Pero lo más importante de este libro, es que a través de su lectura podemos darle seguimiento a la evolución del pensamiento social y político de Juan Bosch.

Segunda entrega.

Hoy continuamos con el siguiente capítulo: la lucha por el control del PRD
A esa altura del tiempo, cuando apenas comenzaba la vida del partido, Trujillo, que tenía sus agentes, seguramente cubanos en Cuba pero probablemente también algún dominicano, y debía tenerlos en Venezuela, en Nueva York, en Puerto Rico, presionó al gobierno de Fulgencio Batista, que había ganado las elecciones cubanas de 1940 y duraría en el poder cuatro años, hasta octubre de 1944, para que el Partido Revolucionario Dominicano fuera perseguido y disuelto, y lo mismo haría en Venezuela, donde el presidente Isaías Medina Angarita me invitó a verlo en el Palacio de Miraflores para pedirme que suspendiera la propaganda anti trujillista que mantenía el partido en Venezuela.

Lo que nos pidió el gobierno de Cuba no fue la suspensión o abandono de la propaganda contra la tiranía dominicana, fue que abandonáramos el nombre de Partido Revolucionario Dominicano. La demanda fue hecha a una comisión del partido por el Primer Ministro del gobierno de Batista, que se llamaba Ramón Zaydín. En ese momento, fines de marzo o principios de abril de 1943, la Segunda Guerra Mundial tenía tres años y medio de duración, era llevada a cabo por una coalición de países democráticos y la Unión Soviética contra Alemania, Italia y Japón. De los últimos países, uno —Alemania— estaba gobernado por el Partido Nazi, cuyo jefe era Adolfo Hitler, y otro —Italia— lo era por el Partido Fascista, dirigido por Benito Mussolini, y el Dr. Zaydín nos impuso el cambio del nombre del Partido Revolucionario Dominicano por el de Unión Democrática Anti nazista Dominicana (UDAD), imposición que tuvimos que aceptar porque de no hacerlo se nos prohibiría usar el del PRD. Por esa razón aparece en un número de esos días de la revista Carteles una fotografía mía al pie de la cual se leían las palabras “Juan Bosch, secretario general de la Unión Democrática Anti nazista Dominicana (UDAD)) mientras pronunciaba un discurso” (no recuerdo en qué lugar). Como presidente de la UDAD fue designado el Dr. Romano Pérez Cabral porque el Dr. Jiménez Grullón se negó a aceptar ese cargo.

Al año siguiente, 1944, el Partido Revolucionario Dominicano inició una campaña dirigida a obtener un acuerdo de unidad con otras agrupaciones de exiliados dominicanos que siguiendo el ejemplo que habíamos dado los perredeístas al fundar y mantener la primera organización anti trujillista del exilio dominicano habían establecido agrupaciones de diferentes tendencias. El Partido Revolucionario Dominicano consiguió que en La Habana se celebrara un congreso unitario, que se llevó a cabo también en el año 1944, y en él estuvieron presentes, en representación de la Unión Patriótica Dominicana, Ángel Morales; por el Frente Democrático Dominicano, el Dr. Ramón de Lara; como observador, a nombre de Acción Democrática de Venezuela, el poeta Andrés Eloy Blanco, y representantes de todas las seccionales del PRD. Ese congreso unitario tuvo apoyo en fuerzas políticas cubanas como lo demostró la recepción que les hizo en su casa a todos los participantes en él, el Dr. Eddy Chibás de la cual se conservan fotografías.

Pero los efectos en el Partido Revolucionario Dominicano del congreso unitario fueron negativos porque inmediatamente después de haber terminado los trabajos de esa reunión el Dr. Jiménez Grullón propuso una medida mediante la cual se me sacaría de Cuba, y con ella se iniciaba una etapa de luchas innecesarias por el control de la dirección del Partido Revolucionario Dominicano que iban a durar varios años.

Yo me había equivocado cuando le propuse al Dr. Henríquez a su colega, el Dr. Jiménez Grullón —ambos eran médicos, pero Jiménez Grullón no ejercía su profesión, por lo menos en Puerto Rico y Cuba— como líder del Partido Revolucionario Dominicano, error que se explica por el hecho de que yo no había tenido práctica política, y creía, como expliqué al comenzar esta serie de artículos, que debido a su origen familiar —nieto de un presidente, que ejerció ese cargo dos veces, y bisnieto de otro presidente— era conocido en el país más que cualquier otro de los exiliados que se organizaran en el partido que proponía el Dr. Henríquez, pero más que su nexo familiar con dos personajes que figuraban en la historia del país me indujeron a pensar en el Dr. Jiménez Grullón como el mejor candidato a ser el líder del futuro Partido Revolucionario Dominicano dos circunstancias. La de menos peso era su condición de buen orador, facultad que había demostrado al pronunciar un discurso en las ruinas de la Isabela en un acto que yo presencié; la otra era la circunstancia de que llevaba el nombre de Juan Isidro Jiménez, que había sido el líder del partido conocido de los dominicanos con el nombre de bolo debido a que su emblema era un gallo sin cola que por no tenerla se oponía al gallo rabudo, emblema del partido rebú cuyo líder era Horacio Vásquez. …pero además de pensar así creía que el Dr. Jiménez Grullón tenía condiciones políticas porque sabía, de habérselo oído decir a amigos y colegas suyos, que aspiraba a ser presidente de la República; pero cuando me tocó tratarlo de cerca, en un ambiente político como era el de las reuniones de la Seccional de La Habana del PRD, tuve la impresión de que me había equivocado, criterio que no debía dar a conocer a nadie mientras no apareciera un perredeísta que tuviera las condiciones que se requieren para dirigir actividades políticas, y así lo hice; nunca manifesté lo que pensaba acerca de la notoria ausencia de facultades políticas del líder del Partido Revolucionario Dominicano. 
En dos años de convivencia, no sólo política sino además física, porque vivíamos en la misma casa no le oí nunca al Dr. Jiménez Grullón un juicio político acertado, ni siquiera cuando se trataba de enjuiciar los acontecimientos mundiales, que eran muchos porque la Segunda Guerra Mundial los producía a diario, pero el colmo de su incapacidad política fue su negativa a aceptar que ocupara la posición de secretario general de la Unión Democrática Anti nazista Dominicana alegando que él rechazaba enérgicamente la imposición de Batista, que esa imposición iba a destruir al Partido Revolucionario Dominicano y él no podía prestarse a ser cómplice de una medida como esa.

De La Habana a Ciudad México


Fue el Dr. Jiménez Grullón quien propuso que yo me hiciera cargo de la secretaría general de la UDAD, de manera que lo que él rechazaba por razones que él llamaba morales era bueno para mí, manera de actuar que se repetía con frecuencia, cuya culminación fue proponer mi salida de Cuba con la supuesta finalidad de que yo hiciera propaganda anti trujillista en América Latina, y como el partido carecía de fondos yo tenía que arreglármelas para pagar viajes y hoteles, y no sólo para mí, porque estaba casado —me había casado el 30 de junio de 1943— y mantenía mi hogar, en parte con lo que producía mi esposa con su trabajo en la Oficina de Coordinación Interamericana, el centro encargado de hacer en Cuba la propaganda anti nazi fascista que se elaboraba en Estados Unidos, y en parte con lo que producía yo como traductor para llenar una página entera del periódico Información de artículos y noticias que aparecían en diarios de Estados Unidos y además con la publicación en la revista Bohemia de cuentos y artículos. 

Ángel Miolán se opuso a la propuesta de Jiménez Grullón alegando que de los miembros del partido el que tenía más y mejores relaciones en Cuba era yo y mi salida hacia otros países iba a perjudicar al PRD, pero el Dr. Jiménez Grullón contaba con el apoyo de los hermanos Mainardi, y yo me abstuve de votar, de manera que la moción del Dr. Jiménez Grullón fue aprobada. Miolán no se dio por derrotado y propuso que para hacer viable la tarea que debía cumplir en varios países latinoamericanos él pedía que se me declarara candidato presidencial del Partido Revolucionario Dominicano en caso de que Trujillo fuera derrocado o de que por cualquiera otra razón el dictador tuviera que abandonar el cargo, y fue tanto lo que alegó en favor de su moción que acabó siendo aprobada, desde luego, con abstención de parte mía y la oposición enérgica del Dr. Jiménez Grullón. A partir de ese momento, por lo menos mientras yo preparaba mi viaje a México, primero de los países que me había propuesto visitar, el Dr. Jiménez Grullón empezó a alejarse del Partido Revolucionario Dominicano y llegó a tales extremos que acabó yéndose a Puerto Rico y abandonando el partido, no inmediatamente sino en una retirada de años.

Yo me fui a México solo; mi esposa iría más tarde. Llegó a Ciudad México el 26 de diciembre de 1944, exactamente 44 años antes del día en que escribo este quinto capítulo de la serie dedicada a explicar por qué y cómo fue creado el Partido de la Liberación Dominicana, pero de acuerdo con un informe secreto enviado a Washington por el Agregado Militar de puesto en México el 1º de febrero de 1945, redactado el 16 de enero de ese año, publicado por Bernardo Vega en su libro Los Estados Unidos y Trujillo (1945), yo había llegado a México en enero de 1945, y la verdad era que yo me hallaba en la capital azteca desde el mes de octubre de 1944, esto es, tres meses antes de lo que afirmaba el autor de ese informe. El informe de marras es una sarta de mentiras inventadas por algún agente mexicano que le vendía noticias a la Embajada de Estados Unidos. El tal informe aparece firmado nada menos que por un Mayor de la Inteligencia Militar, asistente del Brigadier General A.R. Harris, que era el Agregado Militar a la Embajada de Estados Unidos. Nada, pero absolutamente nada de lo que se dice en ese informe fue verdad ni entonces ni antes ni después.

De Ciudad México a Maracaibo

Yo no había ido a México a comprar o buscar armas para llevar a cabo un levantamiento en la República Dominicana; había ido a iniciar una gira por América Latina haciendo una campaña de denuncias de la tiranía trujillista, sus crímenes y la explotación salvaje del pueblo y de las riquezas del país para beneficio personal de Trujillo. Eso era lo que había dispuesto la dirección del Partido Revolucionario Dominicano que yo debía hacer, y salí de Cuba a hacerlo abandonando el trabajo con el cual me ganaba la vida, así como mi esposa abandonó el suyo poco después para unírseme en México, de donde íbamos a salir en el mes de febrero para Guatemala, país en el que acababa de instalarse como presidente de la República un maestro de escuela muy respetado que había tenido que exiliarse en Argentina porque no podía resistir la presión de la dictadura de Jorge Ubico, que duró cerca de catorce años, de 1931 a 1944.

Hacer una campaña denunciando la tiranía de Trujillo en Guatemala fue más fácil, y dio más resultados, que la que hice en México porque en Guatemala entré en relaciones con los hombres más importantes en la política del país, comenzando por el presidente de la República, pero también hice contacto con Jacobo Arbenz, que junto con el coronel Arana y Jorge Toriello había dirigido el levantamiento militar que sacó del poder a Federico Ponce, el heredero político de Ubico, pero además, en Guatemala no había embajador de Trujillo ni, hasta donde se supiese, algún guatemalteco que estuviese a su servicio. El presidente Arévalo había conocido en Argentina a Pedro Henríquez Ureña, que iba morir un año después en Buenos aires. Ese conocimiento fue una de las razones de la simpatía que nos mantuvo en relación durante algunos años, y mi relación con él facilitó la tarea de usar la prensa guatemalteca para denunciar los crímenes de la dictadura dominicana.

Salir de Guatemala no era fácil porque no había comunicación marítima con otros países que debía visitar, como por ejemplo, Venezuela, y tomar un avión para ir a un punto intermedio, como Costa Rica o Panamá, era riesgoso debido a que los aviones que hacían la ruta centroamericana hacían paradas en Tegucigalpa y en Managua, la primera, capital de la Honduras martirizada por Tiburcio Carías Andino, que en ese año 1945 tenía doce tiranizando a su pueblo e iba a prolongar su tiranía cuatro años más, hasta el 1949, y en Managua estaba Anastasio Somoza, conocido en su país por el apodo de Tacho, el asesino de Augusto César Sandino.
La única manera de salir de Guatemala sin correr el riesgo de ser apresado por los socios centroamericanos de Trujillo era tomando en la costa del Pacífico un barco que nos condujera a Panamá, y así lo hicimos; embarcamos en el Salvador, un buque pequeño, de bandera inglesa, que algún tiempo después se hundió en el golfo de México. El Salvador nos condujo a Panamá, de donde salimos en avión hacia Maracaibo, la capital de la región petrolera de Venezuela.

Al levantarnos el primer día de nuestra estancia en Maracaibo para dar un paseo por las calles cercanas al hotel donde nos habíamos hospedado compramos un periódico en el cual un titular de tipos muy grandes daba la noticia de que había muerto Franklin Delano Roosevelt.

Ese acontecimiento, ocurrido en plena Segunda Guerra Mundial, tenía una fecha: 12 de abril de 1945. El año 1945 estaba llamado a ser muy importante desde el punto de vista de la actividad política, tanto a nivel mundial como para los que luchábamos contra las dictaduras del Caribe, de las cuales la peor en todos los sentidos era la de Trujillo. A nivel mundial, ese año iba a terminar la Segunda Guerra, acontecimiento que se alcanzaba a ver desde el momento en que los ejércitos alemanes no pudieron tomar Moscú y empezaron a fracasar en Stalingrado. Para mí la muerte de Roosevelt era preocupante porque no podía prever cómo se comportarían las nuevas autoridades norteamericanas en el trato con Trujillo. En Venezuela gobernaba en esos tiempos el general Isaías Medina Angarita, que no era amigo de Trujillo pero tampoco su enemigo como lo indicaba la insinuación que me había hecho, precisamente en abril de 1945, para que moderara mi propaganda anti trujillista.

En Venezuela nadie pensaba que Medina Angarita podía ser eliminado como lo sería en octubre de ese año, y en consecuencia yo no podía hacerme ilusiones sobre la posibilidad de conseguir el apoyo de ese país en la lucha contra Trujillo; por tanto, el único beneficio que podía sacar de Venezuela sería cierto grado de fortalecimiento de la seccional caraqueña, o venezolana, del Partido Revolucionario Dominicano, y eso podía conseguirlo en dos semanas, pero como al volver a Cuba tendría que buscar alojamiento le pedí a Carmen que se me adelantara para ocuparse de buscar casa y tomar las medidas que conllevaba una mudanza.

En los seis años y medio que había pasado desde el día de mi llegada a Cuba yo había estado viviendo en una atmósfera política envolvente, que era al mismo tiempo de carácter internacional, de carácter regional y de carácter estrictamente dominicano porque en lo que se refería a la lucha anti trujillista mi trabajo se limitaba a lo que hacía dentro del PRD o en el partido. Pero sucedía que en el orden internacional la política estaba representada en la guerra mundial, un acontecimiento que me preocupaba mucho, del cual recibía enseñanzas todos los días a través de las noticias de prensa y radio; pero también influían mucho en mi formación política los hechos que se producían en todo el Caribe, y naturalmente mucho más los de Cuba, donde actuaban en política varios amigos, entre ellos Carlos Prío y Eduardo Chibás, que a petición mía había organizado la recepción, en su casa, de las personas que participaron en el congreso unitario de los dominicanos anti trujillistas que se había celebrado el año anterior.

En los diez meses que había durado mi viaje por México y Guatemala había tomado posesión de la presidencia de la República el Dr. Ramón Grau San Martín, que había sido elegido para ese cargo antes de salir yo de Cuba. Yo no había tenido relaciones personales con el Dr. Grau pero él sabía quién era yo porque antes de las elecciones él le había propuesto a Carlos Prío la fundación de un periódico diario que haría el papel de vocero del Partido Auténtico. Prío era entonces senador por la provincia de Pinar del Río, cargo que mantuvo durante ocho años, desde las elecciones de 1940 hasta las de 1948, en las que fue elegido presidente de la República como sucesor del Dr. Grau. El propio Dr. Grau le puso al periódico un nombre que no tenía sentido, el de Siempre, cuyo director sería Prío, pero Prío no tenía la menor idea de cómo se hacía un periódico y me pidió que yo me hiciera cargo de esa tarea, petición a la que accedí, pero puse condiciones, la primera de ellas que mi nombre no figurara en la nómina de los que redactaban o dirigían ese vocero del Partido Revolucionario Cubano.

Mis tres condiciones

Igual condición puse cuando al ser nombrado primer ministro (jefe del gobierno, mientras que el Dr. Grau seguía siendo jefe del Estado), Prío me pidió que le ayudara en los trabajos que se le presentaban en ese cargo; yo le respondí que no tenía condiciones para ser secretario suyo, a lo que él me contestó diciendo que no me pedía servicios de secretario sino de colaborador en funciones muy concretas, como el estudio de problemas que requirieran análisis detallados de varios aspectos de la vida cubana, sobre todo de los sociales y los económicos. Mi respuesta fue que me diera tres días para pensar lo que debería responderle. En esos tres días tenía que hacerme preguntas que estaban en la obligación de contestarme yo mismo de manera fría. La primera de ellas era cuál sería la opinión que de mí se harían los miembros del Partido Revolucionario Dominicano, lo mismo los de Cuba, los de Estados Unidos, los de Puerto Rico que los de Venezuela cuando les llegara la noticia de que yo estaba trabajando como secretario o ayudante del primer ministro de Cuba, y he dicho secretario porque sabía que los dominicanos exiliados no podían adivinar cuáles serían mis funciones mientras estuviera rindiendo servicios en las oficinas del Premierato de Cuba.
La segunda pregunta no estaba relacionada con los dominicanos del PRD, sino con los que no tenían ningún trato con el Partido Revolucionario Dominicano, vivieran o no vivieran en Cuba, sobre todo con los que vivían en Puerto Rico, muchos de los cuales tenían posiciones anti trujillistas como era el caso de Ángel Morales, y la última era qué pensarían de mí los cubanos dirigentes de partidos políticos, lo mismo los que se oponían al gobierno de los auténticos que los que habían llevado ese partido al poder. En el caso de los cubanos engolfados en esa tercera pregunta mi preocupación era grande, no precisamente porque en esos tiempos en Cuba había aventureros de mala ley que resolvían sus dudas en materia política poniendo en uso las pistolas, y en algunas ocasiones los hubo que las usaban para hacerse de dinero o de posiciones que produjeran dinero, que de todos ellos no había uno solo que pusiera en duda mi dedicación a la lucha anti trujillista y por tanto no había uno de ellos que me atribuyera planes de actuar en la actividad política cubana con fines personales; los que me preocupaban eran los políticos que no dispararían balas sino artículos de periódicos y comentarios de radio en los que se condenara al extranjero que había escalado en forma misteriosa posiciones que no le correspondían. Esas preguntas y mis respuestas fueron hechas en secreto absoluto. Nadie debía enterarse de ellas, y al tercer día, cuando me presenté en el Premierato le dije a Carlos Prío Socarrás que podía contar con mi cooperación si aceptaba las condiciones que iba a presentarle. La primera era que se me respetara el derecho a seguir colaborando con la revista Bohemia para la cual escribía cuentos y artículos, la mayor parte de ellos dedicados a la lucha contra la dictadura de mi país, la segunda, que se me fijara un salario pagado por él, no de los fondos del Premierato ni de ningún otro departamento del gobierno de Cuba; la tercera, libertad de viajar fuera de Cuba cuantas veces tuviera que hacerlo para llevar a cabo actividades anti trujillistas.

Un viaje a Caracas

En octubre de 1945 se sentían en los países de América Latina los efectos políticos de la crisis económica que le dejaba a la humanidad como una herencia la costosa guerra que se había llevado a cabo en Europa, desde septiembre de 1939, cuando comenzó con el ataque nazi a Polonia, hasta el 30 de abril de 1945, día de la muerte de Adolfo Hitler, y en Asia desde el 7 de diciembre de 1941, cuando la flota de guerra norteamericana fue atacada en Pearl Harbour por aviones militares japoneses, hasta el 9 de agosto de 1945, cuando cayó en la ciudad japonesa de Hiroshima, la primera bomba atómica que conoció el género humano. En la región del Caribe los efectos políticos generados por esa guerra se presentaron en Venezuela con el derrocamiento del gobierno que encabezaba el general Isaías Medina Angarita, a quien un grupo de oficiales jóvenes del Ejército sacaron del Palacio Miraflores y pusieron en su puesto a Rómulo Betancourt, el líder del partido Acción Democrática.
Ese acontecimiento tuvo lugar el 15 de octubre y a principios de noviembre estaba yo en Caracas, donde, tal como quedó explicado en mi artículo titulado “Un capítulo nuevo en la lucha contra Trujillo” (revista Política: Teoría y Acción, número 48, marzo de 1984), se iba a celebrar un acto de lo que en un informe enviado al secretario de Estado norteamericano era descrito como “una reunión pública de dominicanos libres”, y tal como el autor de ese informe lo explicaba, se trataba no de “dominicanos libres”, sino de delegados o representantes de organizaciones de dominicanos exiliados, lo que en fin de cuentas venía a ser una demostración de los efectos políticamente beneficiosos que estaba haciendo entre los exiliados dominicanos el ejemplo de organización que había dado el Partido Revolucionario Dominicano, pues antes de que él se fundara nadie había pensado en la creación de un partido o una asociación de anti trujillistas de los que se hallaban fuera de la República Dominicana.

En esa reunión de Caracas no se hicieron acuerdos de unidad entre los diferentes grupos que participaron en ella. Su finalidad era responder, en defensa del gobierno que presidía Rómulo Betancourt, a una ofensiva de ataques diarios que estaba lanzando a toda América, por la vía de la radio, el equipo de defensores de Trujillo; ataques personales, sucios, de la forma más abominable. Al acto en que se respondieron esos ataques, que se llevó a cabo en un salón del local que ocupaba Acción Democrática, fueron, en su casi totalidad, los miembros del Partido Revolucionario Dominicano, seccional de Caracas, y unos contados amigos de personalidades anti trujillistas que vivían en Venezuela. El acto tuvo efecto el 12 de noviembre (1945) y diez días después estaba yo en Port-au-Prince, la capital de Haití, adonde había ido llevando una carta del presidente venezolano, Rómulo Betancourt, para el presidente de Haití, Elie Lescot. Yo le había pedido a Betancourt que me la diera, pero quien la había escrito era yo, y la había escrito con su aprobación después de haberle explicado por qué yo debía visitar Haití y hablar con el presidente Lescot. “Ya está bueno”, le dije, “de hablar y escribir sobre Trujillo y su dictadura. Ya es tiempo de hacer en vez de hablar. Para hacer necesitamos dinero, y mi plan es obtener de Lescot ayuda económica para encabezar la etapa de preparación de una fuerza que libere al pueblo dominicano de su dictador”.

Mi viaje a Haití, mi entrevista con el presidente de ese país, Elie Lescot, y el aporte económico (nada menos que de 25 mil dólares) que él hizo a la lucha contra la dictadura dominicana, fueron explicados en las páginas 225 y siguientes de mi libro 33 Artículos de temas políticos (Santo Domingo, R.D., Editora Alfa y Omega, 1988); pero en ese libro no está dicho que al finalizar el año 1945 la situación política mundial había cambiado radicalmente pues en el mes de agosto la Segunda Guerra Mundial había llegado a su fin con los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, y la paz mundial nos proporcionaba a los dominicanos anti trujillistas una oportunidad para lanzarnos a la acción armada dirigida a derrocar la dictadura. El ejemplo de lo que había sucedido en Venezuela era un estímulo para los que dirigíamos el Partido Revolucionario Dominicano a pesar de que la situación de Venezuela era distinta de la de nuestro país porque ni Medina Angarita era un dictador ni los militares dominicanos se parecían a los militares venezolanos; pero yo creía que cuando llegara la hora de lanzarnos a la lucha armada contra Trujillo, Rómulo Betancourt nos proporcionaría las armas que le pidiera, y lo creía de tal manera que en ningún momento le hablé, o le insinué siquiera, que nos diera ayuda económica para comprar armas; ese tipo de ayuda, pensaba yo, lo darían el gobierno de Cuba o el de Guatemala, y si a última hora pensé en el de Haití fue porque recibí informes de que las relaciones de Lescot con Trujillo eran muy malas debido a que Trujillo había ayudado económicamente a Lescot cuando éste llevaba a cabo su campaña de aspirante a la presidencia de Haití, pero una vez en el poder se negó a complacer peticiones de su colega dominicano.

Yo estaba tan convencido de que Betancourt, a quien se lo había pedido, nos proporcionaría las armas que necesitaríamos para derrocar a Trujillo, tema del cual no decía una palabra a nadie, que consideraba inminente el inicio de las actividades llamadas a culminar en la formación de una fuerza militar, y naturalmente, los 25 mil dólares que me dio el presidente Lescot contribuyeron a convertir esa creencia en una convicción; de ahí que concibiera la necesidad de actuar de tal manera que Trujillo no viera al Partido Revolucionario Dominicano como el enemigo al que debía destruir de inmediato. Para mí, que Trujillo estuviera pensando en aniquilar al PRD era algo natural porque él estaba al tanto de las relaciones que yo mantenía con el presidente Betancourt, de quien era enemigo desde el año 1929 y contra el cual mantenía en esos días finales de 1945 una campaña de descrédito feroz.

En el artículo titulado “Un episodio de la lucha contra Trujillo: Cartas Cruzadas con el Cónsul de Trujillo en Curazao”, publicado en las páginas 233 y siguientes del mencionado libro 33 Artículos de temas políticos, se explica la táctica que se usó para darle a Trujillo la impresión de que el PRD no iba a atacarlo militarmente y el papel que jugó en ese episodio Buenaventura Sánchez, el secretario general de la seccional de Caracas del PRD. Los pormenores de esa maniobra táctica fueron expuestos en un folleto de 42 páginas que se publicó en La Habana (Talleres de Unidad Auténtica, Dolores Nº 259, Víbora, julio de 1948), es decir, varios meses después de haber fracasado la expedición conocida con el nombre de Cayo Confites, para que quedara constancia de que antes de Cayo Confites la dirección de la política anti trujillista era llevada a cabo en el exilio por el Partido Revolucionario Dominicano.

No nos dieron las armas

Con los 25 mil dólares de Lescot se compró un avión Douglas DC-3 en el cual vendríamos a la República Dominicana de 50 a 60 hombres con armas para 200. El avión había costado 12 mil dólares, precio bajísimo porque era lo que entonces se llamaba sur-plus de guerra, esto es, equipos de los que los ejércitos de Estados Unidos habían usado en la Segunda Guerra Mundial. Del dinero restante se compraron después un AT-3, que se usaría como avión de entrenamiento, y un Cessna de dos motores para los viajes que tuvieran que hacer los jefes militares o políticos entre Cuba y otros países o en la República Dominicana cuando estuviéramos en el país. El dinero sobrante, unos 3 mil dólares, le fue devuelto a Lescot cuyo hijo Gérard se los llevó a Canadá.

Yo estaba tan confiado en que Rómulo Betancourt nos proporcionaría las armas, que en realidad eran pocas, para iniciar la guerra contra Trujillo, que envié a Santo Domingo un mensajero de apellido Freire, chileno él, de origen ecuatoriano, para que le informara al licenciado Antinoe Fiallo que estábamos listos para llegar al país; que iríamos en avión con tantos hombres y tantas armas y que lo único que necesitábamos era que se nos dijera en qué lugar se nos esperaría, y al mensaje se le agregaba la aclaración de que el avión podía aterrizar en cualquier lugar llano en el que no hubiera árboles ni cercas. A su vuelta a Venezuela el mensajero dijo que el lugar apropiado para la llegada del avión en que irían los hombres y las armas que enviaría el Partido Revolucionario Dominicano eran unos secaderos de cacao que había en una finca situada en las vecindades de La Piña cuyo propietario se llamaba Juan Rodríguez, con quien Antinoe Fiallo había concertado un acuerdo.

Tan pronto el mensajero me hizo saber que se hallaba en Caracas de regreso y que en el país se nos esperaba, fui a ver a Virgilio Mainardi para invitarlo a ir conmigo a Venezuela. Lo elegí a él en esa ocasión porque Ángel Miolán y Alexis Liz tenían compromisos de trabajo y familiares. El viaje fue hecho en el avión DC-3, salimos de un aeropuerto privado situado en un lugar llamado Santa Fe, a poca distancia de La Habana, y el piloto era el aviador norteamericano que había actuado como comprador y dueño de ese avión y del AT-3 y el Cessna. El destino era Maracay, ciudad venezolana donde en los años de la dictadura de Juan Vicente Gómez se hallaban los comandos militares, y en ese momento (mayo-junio de 1946) estaba allí la jefatura de la aviación. Desde Maracay me dirigí, acompañado por Mainardi, a Caracas donde me proponía ver inmediatamente a Betancourt para reclamarle las armas que le había pedido en noviembre del año anterior.

Rómulo Betancourt no aportó las armas que le habíamos pedido; explicó, a su modo, la imposibilidad de entregarnos 200 fusiles y tiros suficientes para usarlos, y lo hizo de tal manera que yo salí de la Casa Presidencial de Caracas convencido de que debía buscar esas armas en otra parte, no en Venezuela. Cuando llegamos a Maracay, Mainardi y yo nos dimos cuenta, tan pronto entramos en el avión DC-3 en el cual habíamos llegado, de que más de una persona habían estado registrando los sitios en que podía esconderse algo, aunque fuera un papel, lo que nos llevó a comentar la posibilidad de que el gobierno de Rómulo Betancourt estuviera en peligro de ser derrocado por un golpe de Estado militar semejante al que había derrocado al gobierno de su antecesor, es decir, el de Medina Angarita.

El fracaso de Cayo Confites

El Partido Revolucionario Dominicano no pudo llevar a la práctica sus planes pero lo que había hecho para ponerlos en práctica dio un resultado: la expedición de Cayo Confites, que a su vez fracasó debido a la intervención de las Fuerzas Armadas de Cuba que nos apresaron en alta mar, cuando navegábamos cruzando el Canal de los Vientos en dirección a Haití, de donde pasaríamos a territorio dominicano. A la fecha en que escribo estas líneas, a más de treinta años después del fracaso de ese movimiento, se me ha dado la información de que para actuar como lo hizo, el general Genoveno Pérez Dámera, jefe de las Fuerzas Armadas cubanas, recibió de parte de Trujillo 350 mil dólares que le fueron llevados por Porfirio Rubirosa y Juan Antonio Álvarez.

En cuanto a lo que he dicho hace algunas líneas, que la expedición de Cayo Confites fue resultado de las gestiones frustradas que hizo el PRD para traer hombres y armas con los cuales debía empezar una acción destinada a derrocar el gobierno de la tiranía trujillista, la explicación de esa afirmación es la siguiente: Juan Rodríguez, el rico terrateniente que ofreció una de sus fincas como lugar en el cual debía aterrizar el avión DC-3 en que llegarían al país los revolucionarios y las armas que enviaría el PRD, respondió al fracaso de esos planes de manera positiva: se reunió con algunos grandes propietarios a quienes les planteó la necesidad y al mismo tiempo la conveniencia de aprovechar la disposición de venir al país que tenían los dominicanos exiliados para iniciar con ellos un levantamiento armado que sacara del poder a Trujillo y su familia, obtuvo el respaldo político y económico de esos terratenientes y salió del país con 80 mil dólares, cantidad de dinero con la cual pudieron conseguirse las armas y los barcos, e incluso algunos aviones además de los que tenía el PRD, con los cuales se organizó la frustrada expedición. La frustración le costó la vida a Juan Rodríguez, un dominicano cuyo nombre desconoce su pueblo porque la Historia reserva las páginas en que se describen los hechos importantes sólo para los autores de esos hechos, no de los que no llegaron a realizarlos aunque hicieran todo lo necesario para ser sus ejecutores.

El fracaso de Cayo Confites puede fecharse en los días finales de septiembre de 1947. Al año siguiente, usando las armas de Cayo Confites, encabezó José Figueres el levantamiento armado de Costa Rica para servir en el cual le fue enviado el avión Cessna del PRD, que se accidentó en Guatemala pero salvaron la vida los dos miembros del Partido que iban en él: Virgilio Mainardi y un hermano de Manuel Fernández Mármol.

En noviembre de 1950, a propuesta de Ángel Miolán, la dirección de la seccional de La Habana se reunió en Arroyo Naranjo, el lugar donde estaba yo viviendo, para modificar los estatutos del Partido a fin de que pudieran ser válidos en territorio dominicano en caso de que en el país sucedieran hechos que dieran al traste con la dictadura. Para esa fecha se habían sumado al Partido varias personas que habían llegado a Cuba, como los hermanos Teófilo (Telo) y Hernando (Nando) Hernández; eso sucedió también en Curazao, Aruba, Puerto Rico, Nueva York; en cambio, la seccional de Caracas había quedado aislada desde que el gobierno de Acción Democrática, presidido por Rómulo Gallegos, fue derrocado en 1948 por un golpe de Estado militar.

A fines de 1950 la situación política de la región del Caribe no era igual, ni siquiera parecida, a la de 1948. En 1948 había sido elegido presidente de Cuba Carlos Prío Socarrás, en quien el Partido Revolucionario Dominicano tenía no sólo un amigo sino un colaborador que lo era por varias razones. La primera de ellas consistía en sus orígenes políticos, que se hallaban en la lucha del pueblo cubano para sacar del poder a Gerardo Machado, el peor de los gobernantes que había conocido Cuba, y como ese pasado tuvo mucho que ver en su elección a la presidencia de su país, cuando se hiciera cargo del gobierno no podía ignorar la repulsa a la dictadura de Trujillo de que daba muestras el pueblo cubano; y si eso no fuera bastante para mantener en él una conducta anti trujillista, sucedía que era cuñado del Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, el creador del PRD y mantenía una estrecha relación política conmigo que había pasado a ser el secretario general del Partido en La Habana, lo que significaba que lo era de la totalidad del PRD.

A mí me tocó jugar un papel importante en las actividades políticas de Carlos Prío Socarrás y él sabía que el precio que yo cobraría por los servicios que le prestaba sería la participación del gobierno de Cuba en la lucha contra Trujillo, y como su elección a la presidencia de su país significaba que había llegado el momento en que debería prepararse para hacer el pago que yo iba a reclamar, aceptó sin demora mi propuesta de hacer, antes de tomar posesión del cargo para el cual había sido elegido, un viaje a Guatemala, Costa Rica y Venezuela para iniciar con los gobernantes de esos países una relación basada fundamentalmente en la aprobación de un plan destinado a sacar de la

República Dominicana a Rafael Leónidas Trujillo. Al mismo tiempo que el logro de ese fin con medios y métodos políticos, Prío Socarrás debería aprovechar la oportunidad de conocer a los líderes militares de Guatemala y Venezuela; no los de Costa Rica porque Figueres había disuelto el Ejército de su país tan pronto llegó a la presidencia de la República. Lo último tenía su explicación en la necesidad de contar con apoyo militar en Guatemala y Venezuela en el caso de que hubiera que recurrir a las armas para liquidar la dictadura dominicana.

Como yo mantenía relaciones de amistad con el presidente de Guatemala, Juan José Arévalo, y con los coroneles Jacobo Arbenz y Francisco Javier Arana, jefes que fueron del movimiento militar que sacó del poder a Federico Ponce, sucesor de Jorge Ubico, y mantenía amistad muy estrecha con José Figueres y con Rómulo Gallegos, presidente de Venezuela, así como relaciones amistosas con el coronel Carlos Delgado Chalbaud y con el mayor Mario Vargas, ambos figuras de peso en las Fuerzas Armadas venezolanas, y sobre todo, amistad de largo tiempo con Rómulo Betancourt, Andrés Eloy Blanco, Luis Beltrán Prieto y numerosos e importantes dirigentes de Acción Democrática, me tocó a mí la tarea de viajar a Guatemala, Costa Rica y Venezuela para proponer la visita del presidente electo de Cuba a esos países y concertar las entrevistas que tendrían lugar, una en la ciudad de Guatemala, otra en San José de Costa Rica y otra en Caracas para acordar un plan político común destinado a conseguir la democratización del gobierno de Trujillo y de ser eso imposible, organizar una expedición armada que liberara a la República Dominicana de su dictador. En esas entrevistas estaría yo presente.

Llevando armas a Costa Rica

De los cuatro presidentes mencionados, el único que aprobó el plan de la expedición armada, si no había solución política para liberar al pueblo dominicano de la tiranía que estaba explotándolo y matándolo desde hacía 18 años, fue José Figueres, que ofreció el territorio costarricense para establecer un campamento donde se entrenaran los dominicanos que quisieran formar parte del cuerpo expedicionario; pero se convino en que tres meses después de que Prío Socarrás tomara el poder, lo cual debía suceder, por mandato constitucional, el 10 de octubre de ese año 1948, los cuatro gobiernos convocarían a una reunión a ser celebrada en Venezuela en la cual se acordarían planes sustitutos para alcanzar la finalidad perseguida: la derrota de la tiranía de Trujillo.
Esa reunión no pudo darse porque cinco semanas después de la toma de posesión por Carlos Prío Socarrás del gobierno de Cuba fue derrocado el de Rómulo Gallegos por un golpe militar que encabezaron los coroneles Marcos Pérez Jiménez y Carlos Delgado Chalbaud. Un mes después, Anastasio Somoza, el dictador de Nicaragua que tenía entonces 22 años manejando su país como si fuera propiedad suya, lanzó su Guardia Nacional contra Costa Rica y Figueres me llamó por teléfono para encomendarme la misión de pedirle al presidente Prío Socarrás armas con que enfrentar el ataque del tirano nicaragüense, pues como se dijo hace poco, al tomar el poder en su condición de jefe de un levantamiento militar, Figueres había desbandado el Ejército de su país y no lo sustituyó con los guerrilleros que tomaron, bajo sus órdenes, la capital costarricense. Prío le ordenó al general Raúl Cabrera, el jefe militar de Cuba, que me entregara las armas solicitadas por Figueres, las cuales estaban depositadas en el cuartel de San Ambrosio, que se hallaba en La Habana Vieja, denominada así porque era la parte antigua de la capital de Cuba; de allí fueron conducidas en un camión a Colombia, nombre del campamento militar de La Habana, donde había un pequeño aeropuerto, también militar, y a las pocas horas estábamos volando hacia San José de Costa Rica, en un DC-3 conducido por el piloto militar Francisco Gutiérrez (Panchito), un dominicano llamado Pompeyo Alfau y yo. Alfau, que no era miembro del Partido Revolucionario Dominicano pero era anti trujillista, pudo acompañarme en ese viaje porque llegó a mi casa en el momento en que yo salía hacia el cuartel de San Ambrosio, pues no disponía de tiempo para darles conocimiento de mi viaje ni a Ángel Miolán ni a Virgilio Mainardi ni a Alexis Liz, que eran los compañeros perredeístas con quienes podía tener contacto rápido debido a que vivían en lugares fácilmente accesibles para mí.

Al bajar del avión llamé desde el aeropuerto a Figueres para decirle que lo que me había pedido estaba allí pero que era necesaria la presencia de alguna autoridad gubernamental para proceder a la descarga inmediata de los efectos de los cuales era portador, y en pocos minutos estaba en el aeropuerto el jovial y activo líder costarricense, que de hombre del común había dado un salto descomunal hacia el más alto sitial de la política de Costa Rica para lo cual le habían servido como anillo al dedo las armas que se habían adquirido para enfrentar la más vieja y más criminal de las tiranías del Caribe: la de Rafael Leónidas Trujillo.

250 mil dólares para Acción Democrática

Ahora me toca distraerme por unos minutos de la historia del Partido Revolucionario Dominicano para explicar por qué, además del derrocamiento del gobierno de Rómulo Gallegos, que provocó la ruptura de nuestras relaciones con Venezuela, lo que significaba un golpe muy fuerte para el Partido, perdimos el apoyo que teníamos en Costa Rica cuando José Figueres tuvo que entregar la presidencia de su país a poco de empezar el año 1949. Figueres no había llegado a la jefatura del Estado de Costa Rica por la vía electoral sino impulsada por un movimiento armado, que como se dijo ya, fue hecho con las armas de Cayo Confites. Ese movimiento tuvo su origen en un fraude electoral que llevó a cabo el gobierno de Teodoro Picado en las elecciones de febrero de 1948 para evitar que esas elecciones fueran ganadas por Otilio Ulate, y empezó en el mes de marzo; el 24 de abril la guerrilla figuerista tomó la capital del país y el 8 de mayo quedó formada una Junta de Gobierno presidida por Figueres que declaró instalada la Segunda República cuya duración terminaría cuando una Asamblea Constituyente dictaminara quién había ganado las elecciones ese año; el veredicto, que se dio al comenzar el mes de enero de 1949, favoreció a Otilio Ulate, a quien la Junta que presidía Figueres le entregó el poder, con lo cual el Partido Revolucionario Dominicano perdió el apoyo del gobierno costarricense porque Ulate, periodista y propietario de un periódico, no tenía el menor interés en lo que sucedía en la República Dominicana o en Nicaragua; más aún, terminó siendo un aliado del dictador de Nicaragua.

Así, a poco de comenzar el año 1949 la dirección del PRD sólo podía contar con el apoyo de dos gobiernos del Caribe: el de Prío Socarrás y el de Juan José Arévalo, pero el PRD no tenía organización en Guatemala, de manera que cuando había que hacer alguna gestión en la que se requiriera el apoyo del gobierno de ese país tenía que ir yo a solicitar la ayuda del presidente Arévalo.

Mientras tanto, en Venezuela la situación política se complicaba y el resultado de las complicaciones era cambios en el gobierno, pero sin salir del poderío militar, y la salida del país de dirigentes de Acción Democrática era frecuente. En los primeros tiempos en Cuba estuvieron viviendo Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Luis Beltrán Prieto y varios más de menos categoría que ellos, y por fin pasó a establecerse en La Habana Rómulo Betancourt con su familia que consistía en su esposa, Carmen Valverde, con quien había contraído matrimonio en Costa Rica en los años de la dictadura de Juan Vicente Gómez, y su hija Virginia.

Acción Democrática y el Partido Revolucionario Dominicano eran aliados naturales y también lo serían el PRD y Liberación Nacional, nombre que se le dio al que fundaría Figueres, a pesar de que en Costa Rica apenas vivían tres o cuatro dominicanos, de los cuales era perredeísta solo uno, Amado Soler Fernández, que sería asesinado en Nicaragua por la Guardia Nacional. También era el PRD aliado del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), pero nunca le pedí a Prío Socarrás ayuda económica para el Partido; sin embargo, le pedí una de

250 mil dólares para Acción Democrática, y cuando llegó la hora de recibir ese dinero le pedí a Figueres que fuera conmigo a recibirlo y a entregárselo a Rómulo Betancourt. Muchos años después Figueres recordaba ese episodio de la historia política del Caribe diciendo, en presencia de un alto funcionario del gobierno dominicano: “El recibo de ese dinero, firmado por Juan y por mí, debe aparecer algún día en los archivos del Ministerio de Educación de Cuba”.

El peor de los golpes que iba a recibir el Partido Revolucionario Dominicano fue el derrocamiento del gobierno cubano que presidía Carlos Prío Socarrás, un acontecimiento fatal para los luchadores anti trujillistas que residían en Cuba, el país donde se hallaba la dirección de todas las seccionales del Partido. A partir de ese momento —10 de marzo de 1952— los miembros de esa seccional tendrían que limitar sus actividades a declaraciones escritas o verbales y a la publicación en periódicos y revistas de artículos en los que se denunciaran algunos de los crímenes de Trujillo, pues a ninguno de los que combatíamos desde Cuba a la dictadura trujillista se le podía ocurrir la idea de que con el retorno al poder de Fulgencio Batista se presentaría la posibilidad de organizar un nuevo Cayo Confites o algo parecido, mientras que yo tenía la promesa, conservada en estricto secreto, de que en los meses que transcurrieran entre las elecciones en que debía quedar elegido el sucesor de Prío Socarrás y el 10 de octubre de 1954, fecha de toma de posesión del nuevo presidente, el Partido Revolucionario Dominicano recibiría toda la ayuda que necesitara para llegar armado a los dominios de Trujillo con la única condición de que la salida no fuera de un puerto o de un aeropuerto cubano, pero tanto Prío como Rómulo Betancourt confiaban en que antes de 1954 sería derrocada la dictadura de Pérez Jiménez —y por estar seguro de eso Prío Socarrás aportó a los fondos de Acción Democrática los 250 mil dólares que le entregamos a Betancourt Figueres y yo—, lo que a su vez nos autorizaba a pensar que en los meses de agosto, septiembre y octubre el PRD estaría combatiendo en la República Dominicana porque saldríamos, debidamente armados por el gobierno cubano, de algún punto de Venezuela.

Al producirse el golpe de Batista, Prío Socarrás se asiló en la Embajada de México y pocos días después decidió irse a México, y yo fui al aeropuerto a despedirlo. Lo hice sabiendo el riesgo que corría porque yo no era cubano y podía ser acusado de agente subversivo del presidente depuesto que había ido al aeropuerto a recibir órdenes suyas, pero yo no podía pasar a los ojos de los cubanos que conocían mis nexos con Prío Socarrás como un oportunista y aventurero que en la hora negra de Prío le daba la espalda. Algún tiempo después —tal vez dos o tres meses— Prío me envió con Sergio Pérez, cubano con quien yo mantenía una estrecha amistad de muchos años, el mensaje de que me fuera a México, llevándome la familia, para trabajar allí y en Estados Unidos, adonde pensaba trasladarse, en condición de secretario suyo, propuesta que me negué a aceptar. Mis relaciones con Prío Socarrás, mientras estábamos él y yo en Cuba, se explicaban por lo que él podía aportar en la lucha del Partido Revolucionario Dominicano contra Trujillo, ¿pero qué podía hacer él en favor de la causa anti trujillista desde México, donde era un exiliado, o desde Estados Unidos, si decidía irse a vivir a ese país? Además, yo no tenía las condiciones que debe tener un secretario.

Después del golpe de Batista los trabajos de la seccional de La Habana, esto es, de la dirección del PRD, se paralizaron a tal punto que los que la formábamos nos reuníamos ocasionalmente, cuando llegaba algún miembro del Partido que iba a la capital cubana de Guantánamo o Santiago de Cuba, lo que sucedió muy pocas veces, y de pronto, en la mañana del domingo 26 de julio de 1953 llegó hasta el lugar donde estaba viviendo (Santa María del Rosario, cerca de La Habana) la noticia del asalto al cuartel Moncada, ejecutado 14 ó 16 horas antes.

(Próxima entrega: Mí salida de Costa Rica, luego de la Paz a Santiago de Chile)