BOSCH, Autobiografía política (3ra. Entrega)
Cuenta historia PRD y PLD
(Continuación)
Mi salida de Costa Rica
Yo vivía a mil kilómetros de Santiago de
Cuba, Lo que equivale a decir a mil kilómetros del cuartel Moncada, sin embargo
fui acusado de haber participado en el asalto que capitaneó Fidel Castro. El
acusador fue el jefe del Servicio de Inteligencia Militar, comandante Ugalde
Carrillo, que había sido agregado militar a la Embajada de Cuba en la República
Dominicana, lo que indica que aprovechó la primera oportunidad que se le
presentó para servirle a Trujillo haciendo preso al secretario general del
Partido Revolucionario Dominicano. En
condición de detenido fui enviado a altas horas de la noche, como uno más entre
varios conocidos opositores de la dictadura de Batista, al antiguo cuartel de
La Cabaña, del cual iba a ser jefe seis años después Che Guevara. Si la
acusación de Ugalde Carrillo era la primera parte de un plan para enviarme a la
República Dominicana, el plan lo hizo fracasar una decisión de mi mujer, que se
fue a ver al general Enrique Loynaz del Castillo, el sobreviviente de más alto
rango de la Guerra de Independencia cubana, ayudante de Máximo Gómez y
dominicano como Gómez, persona tan respetada en Cuba que ni siquiera Fulgencio
Batista se atrevía a negarle lo que él pedía. Loynaz del Castillo era uno de
los tres testigos de mi matrimonio con Carmen Quidiello, los otros dos fueron
la escritora española María Zambrano y el poeta cubano Nicolás Guillén, y
cuando Loynaz del Castillo oyó de la boca de Carmen Quidiello que yo estaba
preso en La Cabaña desde hacía diez días y que ella no había podido obtener un
pase para ir a verme, se dirigió al Palacio Presidencial y le pidió Batista mi
libertad. Salí de La Cabaña ese día, pero no fui a dormir a mi casa y allá se
presentaron a media noche los soldados de Ugalde Carrillo que iban en busca
mía. Yo había actuado correctamente, pues, cuando me negué a creer que Batista
tenía en los cuarteles más autoridad que oficiales como el comandante Ugalde
Carrillo.
A esa altura del mes de agosto de 1953 yo
ignoraba que José Figueres había sido elegido presidente de Costa Rica, y tan
pronto me lo hizo saber el director de Bohemia, la revista para la cual
escribía, que me dio la noticia y con ella la recomendación de que buscara
asilo en una Embajada porque se me buscaba para enviarme a la República
Dominicana, me fui a la Embajada costarricense y salí de ella protegido por el
Derecho de Asilo para ir al aeropuerto de Rancho Boyeros donde tomé un avión
que me condujo a San José de Costa Rica; tampoco había allí seccional del
Partido Revolucionario Dominicano, pero entre los muy contados compatriotas que
vivían en ese país se hallaba un miembro del Partido: Amado Soler Fernández,
que estaba destinado a morir en Nicaragua asesinado por la Guardia Nacional de
Anastasio Somoza, y vivían mis padres, que habían tenido que salir del país debido
a la persecución de que eran víctimas desde hacía años. De Costa Rica tuve que salir a solicitud de
la Organización de Estados Americanos (la OEA) que la propuso como medida
indispensable para evitar una agresión armada de la dictadura nicaragüense,
encabezada por Anastasio Somoza padre. ¿Por qué pedía Somoza mi salida de Costa
Rica? ¿Lo hacía para servirle a su amigote Rafael Leónidas Trujillo?
De La Paz a Santiago de Chile
No. Lo
hacía porque a fines del mes de marzo de 1954 había entrado en Nicaragua,
clandestinamente, un pequeño grupo de hombres armados entre los cuales estaban
el hondureño Jorge Ribas Montes, que en Cayo Confites tuvo a su cargo el
entrenamiento de un pelotón de morteristas, y el dominicano Amado Soler
Fernández. El grupo, encabezado por Pablo Leal, se organizó e hizo prácticas
del uso de armas en Costa Rica, con apoyo de José Figueres, en quien los
dictadores del Caribe tuvieron en todo momento un enemigo a muerte; y en esa
ocasión Figueres me pidió que fuera yo quien mantuviera el contacto con Pablo
Leal y le entregara el dinero, las armas y los vehículos que pidiera porque si
Somoza llegaba a enterarse de que él, Figueres, estaba participando en los preparativos
del ataque que iba a darse, reaccionaría anticipándose a atacar él a Costa
Rica. Yo no podía negarme a servirle a Figueres en lo que me pedía e inicié el
papel de representante suyo ante Pablo Leal proponiéndole a éste un acuerdo:
Que inmediatamente después de tomar el poder, el grupo que él dirigía debía
poner a las órdenes del Partido Revolucionario Dominicano un lugar del
territorio de Nicaragua y la cantidad de armas necesarias para traer a la
República Dominicana una fuerza capaz de enfrentar y derrocar al poder de
Trujillo. La Guardia Nacional de Somoza enfrentó y asesinó a los combatientes
que fueron armados y entrenados en Costa Rica y el dictador nicaragüense supo,
por declaración de una de las víctimas de ese episodio, el papel que había jugado
yo en la entrega de armas, dinero y vehículos para el grupo que había entrado
clandestinamente en su país, y presentó ante la OEA las pruebas de mi actuación
en favor de esas personas, lo que le dio derecho a pedir que se le solicitara
al gobierno de Costa Rica mi salida de su territorio, y naturalmente, accedí a
irme porque no podía servirle de pretexto a Somoza para lanzarse contra el
gobierno de Figueres, lo que podría redundar en la muerte de muchos
costarricenses de todas las edades y de los dos sexos. Cuando Figueres me
informó de la situación en que se hallaban su gobierno y su pueblo respondí
diciéndole que desde ese momento iría a buscar información de hacia qué país
tenía posibilidad de ir sin perder tiempo; y la posibilidad fue Bolivia, a cuya
capital, La Paz, me dirigí cinco días después. Conmigo iban hacia ese lejano
país andino mi hijo León y Pompeyo Alfau.
En La Paz, una ciudad que se halla a más de
3 mil 600 metros de altura, estuve residiendo unos seis meses con algunas
salidas a lugares como el gran lago Titicaca, y visitas frecuentes al despacho
de Hernán Siles Suazo, vicepresidente en esos tiempos de la República y
presidente cuando en 1956 terminó el mandato de Víctor Paz Estensoro, pero La
Paz estaba demasiado lejos de la República Dominicana para que los que dirigían
la política boliviana pudieran tener interés en involucrarse en lo que estaba
sucediendo en mi país. Es más, durante mi estancia en Bolivia yo me sentía,
hablando de Trujillo y de su dictadura, que vivía flotando en un vacío
agobiante porque ni siquiera podía escribirles a los compañeros de la dirección
del Partido que vivían en La Habana debido a que no sabía si una carta mía
llegaría a sus manos o a las del comandante Ugalde Carrillo.
A los seis meses de vivir en ese estado de
ánimo decidí salir de Bolivia; irme a Chile, y lo hicimos León, Pompeyo y yo
usando el ferrocarril que comunicaba las alturas de los Andes con las tierras
bajas de Santiago de Chile, cuyo nivel no pasaba de 520 metros. Si en Costa
Rica, país del Caribe, vinculado a los luchadores antitrujillistas al extremo
de que en el movimiento guerrillero capitaneado por José Figueres tomaron parte
dos dominicanos —Miguel Ángel Ramírez, que dirigió la batalla de San Isidro del
General, y Horacio Julio Ornes, que dirigió la toma de Puerto Limón—, donde
además vivían algunos dominicanos, sólo uno de ellos —Amado Soler Fernández—
era miembro del Partido Revolucionario Dominicano, habría sido un sueño pensar
que en Chile hubiera, no ya un perredeísta, sino un dominicano anti
trujillista. Había habido uno, Pericles Franco, pero hacía tiempo que se había
ido de Chile. Por mi parte viví en ese país tiempo suficiente para hacer
contactos políticos y además, al menos entre los intelectuales chilenos se me
conoció porque allí se publicaron tres libros míos: Cuba, la isla fascinante,
Judas Iscariote, el Calumniado y La muchacha de la Guaira y otros cuentos,
todos los cuales fueron comentados en la prensa por autoridades en la
Literatura. (Allí escribí otros libros que no se publicaron en Chile: Póker de
espanto en el Caribe y David, biografía de un rey, y además, como teníamos que
mantenernos —mi hijo León, Pompeyo Alfau y yo— monté un taller de baterías para
automóviles que estuvo en la calle Arturo Prat, y lo atendí yo mismo hasta el
día en que lo vendí para irme a la bahía de Corral, y poco después a Buenos
Aires y Río de Janeiro). En Chile no había un perredeísta, sin embargo yo me
mantenía en contacto con la dirección del Partido por medio de cartas que no
despachaba yo sino un amigo chileno a quien había conocido en La Habana; pero
sobre todo trataba el tema de la dictadura trujillista —y también de la de
Somoza, la de Batista y la de Pérez Jiménez— con el círculo de dirigentes del
Partido Socialista chileno, a la cabeza de los cuales estaban Salvador Allende
y Clodomiro Almeyda. Mis relaciones con esos y otros líderes del socialismo
chileno eran tan cordiales que en el caso de Allende pasaron a ser también con
su familia, y todavía lo son con su viuda, Hortensia Bussi de Allende, y en el
banquete de despedida de su país que me dio un grupo de intelectuales, quien
pronunció el discurso de rigor fue Allende.
De mi estancia en Chile hay un episodio al que nunca me referí porque no
tenía, ni la tengo hoy, explicación para él. Fue la llegada a Santiago de dos
miembros de lo que en Cuba se llamaba el gansterismo político. Ese nombre era
una aplicación a la política cubana, en los años posteriores al Machadato, de
los métodos criminales usados en los Estados Unidos por las bandas de
traficantes de bebidas alcohólicas que abundaban en los años de la época
conocida con la denominación de “la Ley Seca”. La Ley Seca había prohibido
hacia el 1920 la venta de bebidas alcohólicas en lugares públicos, pero los
aficionados a esas bebidas eran tantos millones de personas que la demanda de
licores generó la formación de miles de negocios clandestinos dedicados a
contrabandear bebidas de todo tipo con los cuales se hicieron millonarios
centenares de hombres cuya única virtud era saber usar una arma que matara
rápidamente. El gran personaje de esos años fue Al Capone. En Cuba los
gánsteres no mataban por razones de competencia en el negocio de las bebidas;
mataban para aniquilar a un competidor político o si alguien pagaba para que le
liquidaran a un adversario político. En el caso a que estoy aludiendo, los
personajes gansteriles fueron dos cubanos que se me presentaron de buenas a
primeras en Santiago de Chile en horas de la noche.
De Santo
Domingo a Molinos de Niebla
Los
cubanos que llegaron a Santiago de Chile y se presentaron en el hotel donde
vivíamos mi hijo León y yo eran Eufemio Fernández y Jesús González Cartas,
conocido por el apodo de El Extraño. El primero había sido en Cayo Confites el
jefe del Batallón Guiteras, pero un buen día se fue a La Habana; de La Habana,
según se dijo, fue a Miami, y cuando tuvimos que abandonar el Cayo no había
vuelto. Eufemio Fernández era, para mí, un hombre sin dominio de sí mismo, que
no podía contener la necesidad de actuar violentamente ni la de vestir con la
mayor elegancia y al mismo tiempo vivir bien sin llevar a cabo algún trabajo.
Yo tuve siempre la sospecha de que en la desaparición de un archivo en el que
guardaba todos los documentos importantes de mi vida y de la vida del Partido
Revolucionario Dominicano, Eufemio Fernández había tenido algo que ver. En
cuanto a El Extraño, ése estuvo al servicio de Trujillo cuando fue a Costa Rica
por mandato del dictador dominicano a cumplir el plan de matar a José Figueres.
¿A qué habían ido a Chile Eufemio Fernández
y El Extraño? ¿Quién les había pagado los pasajes desde Estados Unidos hasta
Santiago de Chile, y con los pasajes el dinero de estancia en ese país donde
ninguno de los dos tenía función alguna que desempeñar? Eufemio Fernández y El Extraño se hospedaron
en el mismo hotel donde vivíamos León y yo; estuvieron tres días allí, fueron
al taller de baterías y lo observaron de manera cuidadosa, como si buscaran
algo que se les había perdido, y al cuarto día dijeron adiós para volver a
Cuba, según me explicaron; pero algunos años después, cuando retorné a la
República Dominicana supe que Eufemio Fernández y El Extraño estuvieron aquí y
que el primero recibió en Cuba, adonde había vuelto, un cargamento de armas de
las que se hacían en la armería de San Cristóbal. Curiosamente, la fecha
aproximada de su presencia en la República Dominicana coincidía con la de su
misterioso viaje a Chile.
La vida que yo hacía en Chile no tenía
sentido para mí. El país era bello, sus hijos, hombres y mujeres, eran
encantadores, bien educados; pero mi mujer y mis hijos estaban en Cuba, y
aunque en Cuba estaba también la dictadura de Batista, allí se vivía en un
ambiente de actividad política en el cual yo me había formado, en Cuba estaba
la dirección del Partido Revolucionario Dominicano, y seguramente sus miembros
Ángel Miolán, Alexis Liz, Virgilio Mainardi, y hasta cierto punto el Dr. Romano
Pérez Cabral— debían estar recibiendo noticias del país, al menos, las que
podían llegar desde las secciones perredeístas de Nueva York, Puerto Rico,
Curazao, Aruba. Para tener la seguridad de que los dos obreros que trabajaban
conmigo en la pequeña fábrica de baterías no se equivocarían al montar las
placas inventé un instrumento que me hizo un mecánico checoeslovaco, y ese
aparato, simple pero llamado a dar buenos rendimientos, le dio valor al taller
a tal punto que recibí propuestas de compra ventajosas; vendí el taller, le di
dinero a Pompeyo Alfau para que volviera a Cuba o se fuera a Venezuela y me fui
con León a la bahía de Corral, en cuya orilla norte había un lugarejo llamado
Molinos de Niebla. Allí, en una casa humilde, habitada por una familia
indígena, íbamos a pasar un mes, tiempo que yo ocuparía escribiendo el libro
David, biografía de un rey, cuya primera edición iba a hacerse ocho años
después en la República Dominicana, otra en España, algunas más también en el
país y además fue traducida al inglés en Londres.
De Santiago de Chile a Río de Janeiro
El embajador de Cuba en Santiago de Chile
era hijo de padres cubanos que habían vivido en la República Dominicana en los
años finales del siglo pasado y los primeros del actual, y por esa razón nos
conocimos en La Habana. Yo fui a verlo a la Embajada cubana después que despaché
hacia Madrid a León adonde él quería seguir los estudios de pintura que había
iniciado en la Escuela San Fernando de la capital de Cuba.
(Pido al
lector una excusa pero debo explicar que mi padre, que era español y estaba
viviendo en Costa Rica como quedó dicho en el capítulo anterior, tenía desde
hacía muchos años dinero depositado en un banco de Madrid y desde Chile le pedí
que pusiera ese dinero a las órdenes de León para que pudiera mantenerse en
España dos o tres años, solicitud que mi padre atendió; el viaje lo hizo León
en barco y resultó ser barato).
Desde
Santiago, una vez que se me dio la visa para viajar a Cuba y después de haber
planeado el viaje con paradas en Buenos aires y en Río de Janeiro, le
telegrafié a Manuel del Cabral, que tenía un puesto en la Embajada dominicana
de la capital argentina, informándole que viajaría por avión tal día, y cuando
llegué al aeropuerto de Ezeiza, nombre que lleva la terminal aérea de Buenos
Aires, allí estaba el celebrado poeta dominicano esperándome sin importarle
para nada el precio que tendría que pagar cuando Trujillo se enterara de que él
había ido a Ezeiza, a recibir a un enemigo suyo, pero debo decir que a su
padre, Mario Fermín Cabral, tampoco le importó tomar en cuenta el peligro que
corría cuando dieciocho años antes me explicó en Santo Domingo que el asesinato
de miles de haitianos llevado a cabo por órdenes de Trujillo no se debió a
razones políticas sino a la ira provocada en el dictador por una intervención
del presidente haitiano Stenio Vincent que le impidió traer a República
Dominicana una hermosa joven, miembro de una familia distinguida de Haití, de
quien Trujillo se había enamorado locamente.
Tampoco en Buenos aires había dominicanos
antitrujillistas y además yo tenía entre mis planes detenerme en Río de Janeiro
unos días para hablar largo con José R. Castro, el Embajador de Honduras, con
quien mantuve una larga amistad en La Habana cuando él era allí un exiliado de
su patria en lucha contra la dictadura de Tiburcio Carías Andino, que duró
desde 1933 hasta 1949. Mi interés en quedarme en Río de Janeiro unos días —eso
sí, pocos— tenía una explicación: enterarme de manera detallada de la situación
del Caribe, o mejor dicho, de los países del Caribe gobernados por dictadores.
Estábamos en los días finales del año 1956 y ya Anastasio Somoza no era el
dictador de Nicaragua porque había sido eliminado no sólo del poder sino de la
vida ese mismo año y quien ocupaba su lugar era su hijo Luis. En Cuba, Fidel
Castro había iniciado la segunda etapa de la guerra de guerrillas contra
Batista hacía pocos días y José R. Castro tenía pocas noticias de lo que estaba
sucediendo en la patria de José Martí, pero me aseguró que Fidel se hallaba en
Cuba de nuevo. De Venezuela no había nada que decir: Pedro Estrada seguía
siendo el azote de la juventud y especialmente de los jóvenes de Acción
Democrática. En cuanto a la República Dominicana sabía tanto como yo, que
equivalía a no saber nada nuevo.
Poco antes de terminar el año 1955 llegaba
yo a Cuba. La noticia de que Fidel Castro había vuelto a su país no era cierta;
tardaría un año justo en volver, y volvería entrando no por La Habana sino por
una pequeña playa de la costa Sur de la provincia de Oriente. Por esa costa
Sur, pero de la bahía de Cienfuegos, saldríamos a mediados de 1956 Ángel Miolán
y yo abordo de un buque alemán que iba hacia Amberes, donde lo dejaríamos para
tomar un tren que nos llevaría a Bruselas, la capital de Bélgica. Allí estaba
residiendo, por corto tiempo, Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador de la
Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), que tenía en todos los países
latinoamericanos un prestigio sin paralelo ganado en su lucha contra las
dictaduras peruanas de Leguía y Sánchez Cerro, pero también contra todas las
dictaduras que habían padecido y estaban padeciendo los pueblos de América, y
para Miolán y para mí era muy importante sumar el nombre de Haya de la Torre a
los de los luchadores antitrujillistas, fueran o no fueran dominicanos.
Miolán y yo íbamos hacia Viena, donde iba a
celebrarse un congreso de organizaciones sindicales en el cual debíamos
presentar una moción de bloqueo internacional al gobierno de Trujillo, pero
llegamos a Europa antes del tiempo fijado para ese congreso porque tuvimos que
adelantar nuestra salida de Cuba para aprovechar la oportunidad de viajar por
vía marítima, que era más barata que la aérea. De Bruselas pasaríamos a París y
de París a Viena pasando por Suiza, y esperábamos que en Ginebra o en Viena se
nos sumara Nicolás Silfa, secretario general de la seccional perredeísta de
Nueva York. En París presenciamos el desfile militar del 14 de julio de ese año
(1956), visitamos el Museo del Hombre y le hicimos una visita a don Eduardo
Santos, persona conocida también en todos los países de lengua española de
América porque era un periodista notable, propietario y director del diario El
Tiempo, y naturalmente, sabíamos que en El Tiempo se denunciaba la dictadura
trujillista, razón por la cual estábamos en el deber de saludarlo a nuestro
paso por París. El dinero para ese viaje
había sido proporcionado por un amigo de un sargento del Ejército cubano
llamado José Luis Álvarez, que vive aún en La Habana, donde residía cuando
Fulgencio Batista salió de Cuba en un avión que lo traería a Santo Domingo al
comenzar el mes de enero de 1959, apenas dos años y medio antes de la muerte de
Trujillo. El amigo de Álvarez era un coronel de apellido Blanco que debía tener
acceso a secretos de Estado y cuando se trataba de secretos relacionados con la
dictadura de Trujillo se los transmitía a Álvarez para que éste me los diera a
conocer. Uno de esos secretos era el de un desembarco de armas dominicanas que
habían llegado a Cuba dirigidas a Eufemio Fernández, rumor al que me referí en
el capítulo anterior de esta serie. Eufemio Fernández, había desaparecido de
los sitios que frecuentaba, y de acuerdo con lo que contaba el amigo de José
Luis Álvarez, Batista le daba a la noticia de la llegada de esas armas una
importancia desusada, tanto que con frecuencia hablaba de Trujillo
calificándolo de hombre peligroso y enemigo de Cuba. Álvarez oía a su amigo decir esas cosas y me
informaba de ellas, y cuando me vio preocupado porque se acercaba la fecha de
salir hacia Viena y ni Miolán ni yo teníamos dinero para hacer ese viaje,
decidió pedirle a su amigo 5 mil dólares, que el coronel Blanco llevó a su
casa.
De Cuba a Venezuela
Aunque el coronel Blanco le entregó a
Álvarez el dinero en billetes norteamericanos, y por tanto de esa entrega no
quedó ningún documento probatorio de que yo había recibido dinero de Batista,
cuando Álvarez puso en mis manos los dólares temí que al aceptarlos estuviera
cometiendo un error, pero de momento, como si se tratara de un rayo que cruzaba
por mi cerebro, recordé que el hombre a quien Martí llamó hermano, Federico
Henríquez y Carvajal, había recibido de Ulises Heureaux dinero para ser gastado
en las actividades independentistas de Cuba, y ese dinero le fue entregado por
Henríquez y Carvajal nada menos que a José Martí. Con 5 mil dólares Miolán y yo
hicimos el viaje a Viena donde se nos unió Nicolás Silfa, que pudo ir desde
Nueva York a la capital de Austria porque la seccional neoyorquina del PRD no
tenía las limitaciones económicas que tenía la de La Habana. En el orden
político el viaje fue un fracaso porque a las delegaciones sindicales de los
países de Europa no les importaba lo que estaba sucediendo en un país del
Caribe cuyo nombre no conocían. Miolán retornó a Cuba y Silfa volvió a Nueva
York, pero yo me fui a Italia animado por la invitación de uno de los delegados
sindicales de ese país que habían tomado parte en el congreso de Viena, el cual
me aseguró que la central sindical a la que pertenecía su sindicato ayudaría al
PRD en su lucha contra la dictadura de Trujillo. Esa ayuda no se concretó,
aunque se me dio la necesaria para mantenerme en Roma un mes y para viajar a
Israel a bordo de un pequeño barco y con pasaje de tercera; así mismo hice el
viaje de Haifa a Marsella, y de Marsella, en ferrocarril, a Madrid, y de Madrid
a La Habana en avión gracias a dos préstamos que me hicieron una cubana y un
español; ella, Maritza Alonso, que vive todavía, y él Ángel Lázaro, los dos,
amigos de muchos años. Lázaro, en cuya casa me hospedé mientras estuve en
Madrid, me acompañó en el viaje Madrid-Habana, pues aunque lo hallé en Madrid
su lugar de residencia durante muchos años fue la capital de Cuba.
Cuando
retorné a Cuba Fidel Castro estaba en la Sierra Maestra donde encabezaba la
acción guerrillera destinada a sacar del poder a Fulgencio Batista, pero
todavía Batista era el jefe del Estado cubano y seguía preocupado por lo que
pudiera hacer contra él Rafael Leónidas Trujillo. Esa preocupación le llevó a
proponerle a Rolando Masferrer, que era senador, la organización de un comité
dedicado a denunciar las actividades anticubanas de Trujillo, y Masferrer
pretendía que yo fuera al Senado a hacer el papel de relator de los crímenes
del dictador de nuestro país. De haber accedido a las repetidas solicitudes que
me hizo Masferrer yo me hubiera faltado el respeto a mí mismo porque todos los
cubanos sabían que Masferrer era lo que en Cuba se llamaba un jefe de gánster.
La seccional de La Habana del Partido
Revolucionario Dominicano seguía trabajando, pero su campo de acción era muy
reducido, pues aunque las autoridades batistianas no nos perseguían debido a
los recelos que su jefe tenía de Trujillo y de su política agresiva, los que
dirigíamos al PRD sabíamos que en cualquier momento una, dos o tres de esas
autoridades iban a actuar contra nosotros si Trujillo les ofrecía buenas
recompensas a cambio de que nos persiguieran. Por esa razón Ángel Miolán se fue
a vivir a Venezuela tan pronto como pudo hacerlo después de la caída de Marcos
Pérez Jiménez y su dictadura y poco tiempo después yo me vería obligado a hacer
lo mismo.
Detenido por el comandante Ventura
La agitación política producida por la persistencia
de la guerra de guerrillas que mantenían Fidel Castro y sus acompañantes en la
Sierra Maestra, agravada por la crisis económica de carácter mundial que se
había originado en Estados Unidos en 1956 y se hacía en Cuba en 1957, me llevó
a dedicarme a un trabajo que no fuera de naturaleza pública, o dicho de otra
manera, que no consistiera en escribir para Bohemia. Ese trabajo, que conseguí
rápidamente, fue el de jefe de redacción de una agencia publicitaria que tenía
sus oficinas cerca del Hotel Nacional, en el barrio del Vedado. Como mi
trabajo, al cual iba desde mi casa a pie, estaba a una cuadra de una cafetería
que había en la porción de la calle 23 llamada La Rampa, yo salía de mi oficina
y me iba a La Rampa a tomar café, pero un día de los últimos de marzo (1958) al
salir de mi casa advertí que se me vigilaba y cuando iba, a media mañana, a la
cafetería de La Rampa, le pedí a uno de los compañeros de trabajo que me
siguiera a diez o doce pasos y si me sucedía algo anormal, que se lo dijera inmediatamente
a uno de los propietarios de la publicitaria.
Lo que yo me temía sucedió. En el momento en que iba a bajar de la acera
a la calle 23 se me acercó un hombre, me presentó una tarjeta que sacó del
bolsillo de su chacabana y me ordenó que lo siguiera. Era un agente de la
policía que me invitó a subir a un automóvil y me condujo a una estación
policial conocida como un antro de crímenes porque su jefe, el comandante
Ventura, era un asesino que figuraba en el pináculo de los batistianos
sanguinarios. Durante todo ese día, la noche y la mitad del día siguiente, se
me mantuvo sentado de cara a una esquina de una habitación en la que había
varios detenidos. Estuve allí todo ese tiempo sin comer nada ni tomar un vaso
de agua. Poco antes de las 12 del segundo día me llevaron a la comandancia,
esto es, el lugar que ocupaba Ventura, quien al verme llegar me invitó a
sentarme frente a él de manera que quedamos encarados, con su mesa escritorio
en medio de los dos; durante por lo menos un minuto me miró fijamente y pasó a
decir: —Señor Bosch, prepárese a salir de Cuba, que a usted se le acabó aquí el
jueguito. Esta misma tarde sale usted para Santo Domingo. Yo no me detuve a
mirarlo porque estaba mirándolo cuando él dijo lo que acabo de escribir; lo que
hice fue usar una voz suave, tranquila, para responder así: —Comandante
Ventura, yo no soy un huérfano. A mí se me conoce en Cuba, pero también fuera
de Cuba; en toda la América Latina y más allá. Si usted me manda a Santo
Domingo me manda a la muerte porque Trujillo ordenará que me maten antes de que
yo llegue a la ciudad capital, y tenga la seguridad de que eso no va a
agradecérselo a usted el general Batista, a quien en toda América acusarán de
responsable de lo que a mí me pase. En el mismo momento en que terminaba de
decir esas palabras empezaron a suceder cosas que no contaré porque no tienen
nada que ver con la historia del Partido Revolucionario Dominicano, pero todas
ellas culminaron en mi salida de la estación de la Policía que se hallaba bajo
el mando del comandante Ventura sin que él pudiera evitarlo. Al quedar liberado
de las garras del comandante Ventura pedí asilo en la Embajada de Venezuela y
allí fue a visitarme un alto funcionario del Ministerio de Estado, como se
llamaba en Cuba al de Relaciones Exteriores. Ese funcionario, amigo mío desde
hacía largo tiempo, era descendiente del general Carlos Roloff, un militar
polaco que había participado en la primera etapa de la guerra de independencia
cubana, la conocida en la historia con el nombre de “la Guerra de los Diez
Años”. Roloff había ido a verme para cumplir una misión que se le había
encomendado: convencerme de que me quedara en Cuba, y
para convencerme me ofrecía todas las garantías que yo pidiera; se esforzó en
explicarme que el comandante Ventura había actuado por decisión personal, no
obedeciendo órdenes del general Batista o de alguna autoridad militar o civil,
a lo que respondí diciendo que precisamente por eso estaba yo en la Embajada de
Venezuela, porque no sólo Ventura sino cualquiera de los varios jefes
policiales que había en La Habana actuaba por cuenta propia, como lo había
hecho en mi caso Ventura, y todavía tenía que agradecerle que no ordenara mi
muerte.
Protegido por el Derecho de Asilo fui
conducido al aeropuerto, donde por segunda vez en cinco años me despedí de mi
familia desde la escalera del avión porque en ninguno de los dos casos se me
permitió entrar por donde lo hacían los viajeros que salían del país de manera
normal, y cuando llegué a Maiquetía, nombre del aeropuerto de Caracas, allí
estaban esperándome Ángel Miolán, César Romero y Virgilio Gell. De esos tres
perredeístas, uno, Ángel Miolán, era el secretario general del Partido y había
salido de Cuba, donde residía, hacía apenas mes y medio. De Maiquetía pasamos a
Caracas, a un barrio nuevo llamado Santa Mónica, donde vivía Miolán. Al día
siguiente fui a las oficinas del periódico El Nacional donde me esperaba Miguel
Otero Silva, quien me recibió con una pregunta, la de cuándo sería derrotado el
gobierno de Batista, a lo que respondí diciendo. “A fines de año, entre el 15
de diciembre y el 15 de enero”, y como Otero Silva se sorprendiera con esas
palabras mías le di una explicación, que fue la que sigue: “La zafra azucarera
comienza en Cuba el 15 de diciembre, y en este año no habrá zafra porque ni los
capitalistas ni los obreros cubanos van a admitir que se prolongue la situación
de parálisis económica en que está viviendo su país”. Batista cayó exactamente al terminar los
primeros quince días de diciembre de 1958 y al comenzar los primeros quince de
1959, y a partir de ese momento empezó a formarse entre los exiliados
dominicanos una atmósfera delirante que llevó a la mayor cantidad de ellos a creer
que lo que había sucedido en Cuba podía repetirse en su país. La primera de las
manifestaciones de ese delirio fue la formación de varios grupos, cada uno con
un nombre que presentaba a sus componentes como revolucionarios. Hasta
entonces, sólo el PRD había tenido nombre y organización en varios países a la
vez, pero la victoria de Fidel Castro y sus columnas guerrilleras ilusionó a
los exiliados antitrujillistas con la idea de que lo que había sucedido en Cuba
podía repetirse en la República Dominicana. Unos cuantos de ellos habían vivido
en Cuba pero no se dieron cuenta de que entre la sociedad cubana y la de
nuestro pueblo había diferencias insalvables, y esas diferencias convertían a
la historia de Cuba en irrepetible para los dominicanos.
Los efectos de la Revolución cubana
La expedición conocida con el nombre de
Cayo Confites hubiera podido derrocar a Trujillo porque era una fuerza militar
entrenada, equipada con buenas armas y con barcos y disponía de un número de
hombres lo suficientemente grande como para operar al mismo tiempo en varios
lugares, y la suma de los grupos que se formaron de manera precipitada
creyendo, cada uno, que podía repetir en nuestro país lo que el Movimiento 26
de Julio había hecho en Cuba, no llegaba ni a trescientos. Por sí sólo, lo que se acaba de decir da base
para afirmar que los que pretendieran hacer en la República Dominicana lo que
hicieron en Cuba Fidel y sus hombres irían al fracaso, un fracaso altamente
costoso en vidas, pero hay que agregar a lo dicho que los que soñaban con la
posibilidad de llegar a nuestro país con armas para iniciar una guerra de
guerrillas contra la dictadura de Trujillo ignoraban que si llegaban al país no
podrían contar con el apoyo de los campesinos como lo tuvo Fidel Castro cuando
penetró en la región de la Sierra Maestra. Al contrario: los campos de Cuba y
los que los poblaban estaban lejos de parecerse a los de la República
Dominicana en la misma medida en que la historia de la patria de José Martí era
diferente a la de la patria de Juan Pablo Duarte.
Caracas se convirtió en el centro de la
agitación que produjo entre los exiliados dominicanos la victoria de la
revolución cubana porque en esa ciudad, la capital de Venezuela, estaba el
hogar de Enrique Jiménez Moya, el hijo de una familia de exiliados
antitrujillistas bien conocida porque el padre, de igual nombre, había
participado de manera destacada en las guerras civiles que abundaron tanto en
el país en los primeros dieciséis años de este siglo; pero además de lo dicho sucedía
que Jiménez Moya se había ido a Cuba a combatir contra la dictadura batistiana
como soldado a las órdenes del Movimiento 26 de Julio, y fue herido en combate,
por cierto de gravedad, lo que le dio una categoría de jefe de cualquiera
acción guerrillera que se llevara a cabo en la República Dominicana, de manera
que al volver a Caracas, donde habían seguido viviendo sus familiares —madre,
esposa e hijos—, quedó convertido para los exiliados dominicanos radicados en
Venezuela, en la segunda edición de Fidel Castro.
Enrique
Jiménez Moya nos envió mensajeros a Miolán y a mí cuya misión era convencernos
de que el Partido Revolucionario Dominicano debía sumarse a los grupos que iban
a participar en una acción guerrillera llamada a decapitar la tiranía trujillista,
pero tanto Miolán como yo pensábamos que no había posibilidad de que en nuestro
país se repitiera lo que había sucedido en Cuba. En varias ocasiones, él por su
lado y yo por el mío, y algunas veces los dos juntos, recibimos presión de
dirigentes de Acción Democrática y hasta de José Figueres, para que
complaciéramos esas solicitudes. La última solicitud nos fue hecha
personalmente por Jiménez Moya, quien se presentó en el pequeño hotel donde yo
vivía acompañado por José Horacio Rodríguez, el hijo de Juan Rodríguez que
estuvo a punto de ser asesinado en Cayo Confites por un grupo de seguidores de
Rolando Masferrer. En ese momento Miolán estaba hablando conmigo y participó en
la conversación, que estuvo dedicada al tema de la cercana invasión del país por
una columna armada que estaría dirigida por Jiménez Moya y José Horacio
Rodríguez. Según dijo Jiménez Moya el ataque partiría de Cuba y los
participantes dispondrían de armas.
La
República Dominicana no era Cuba Según dijo Jiménez Moya y repitió varias veces,
el éxito de esa operación dependía de que el Partido Revolucionario Dominicano
participara en ella, y mi respuesta, apoyada por Miolán, fue que esa acción
sería una aventura en la cual el ganador sería Trujillo, y apoyaba mi criterio
de la siguiente manera: Era un error creer que en nuestro país podía repetirse
lo que había sucedido en Cuba. Desde que pisó tierra cubana seguido por sólo
doce hombres, Fidel Castro contó con el apoyo de los campesinos de Sierra
Maestra, que estaban organizados desde hacía varios años para llevar adelante
una lucha contra los propietarios de tierras de esa región, los campesinos
tenían líderes a los cuales respetaban y seguían, y Fidel Castro, que estaba al
tanto de esas luchas, les ofreció apoyo en sus planes como lo demostró el hecho
de que estando en la Sierra Maestra Fidel había puesto en vigor la ley de la
reforma agraria que el gobierno de Batista no aplicó ni en la Sierra Maestra ni
en ningún otro lugar de Cuba; en cambio, en la República Dominicana no había
organizaciones campesinas ni cosa parecida, pero tampoco se hablaba, siquiera,
de poner en vigor una reforma agraria, y en consecuencia con esa realidad los
campesinos dominicanos no iban a respaldar a los que llegaran al país con el
propósito de derrocar el gobierno trujillista; al contrario, decía yo, “los
campesinos los atacarán a ustedes por miedo de que Trujillo los mate
acusándolos de complicidad con ustedes”. Mi conclusión era que como la
dirección del PRD compartía el criterio que yo estaba exponiendo, no podíamos
autorizar la participación de los perredeístas en los planes que habían
expuestos ellos (Jiménez Moya y José Horacio Rodríguez). La conversación duró más de media hora y
Miolán mantuvo el criterio que yo había expuesto. Nuestra posición disgustó a
Jiménez Moya, que se levantó de la silla que estaba ocupando y salió, seguido
por José Horacio Rodríguez, de la habitación donde habíamos estado reunidos,
sin hacer ni siquiera un gesto de despedida y mucho menos, desde luego, sin
decir “adiós” o “hasta luego”. Desgraciadamente para él así como para la
mayoría de los que le siguieron en sus planes y de otros que llegaron a
territorio dominicano por lugares diferentes al que habían escogido Jiménez
Moya y José Horacio Rodríguez, todos murieron. Entre los caídos hubo algunos
perredeístas que no compartían el criterio de la dirección del Partido. Uno de
ellos fue Silín (Víctor) Mainardi, hermano de Virgilio. Con Silín murió su hijo
de 16 años, que era cubano, nacido en Guantánamo.
En Caracas se supo que de Cuba estaban
saliendo hacia la República Dominicana grupos de antitrujillistas, pero no se
tenía información de quiénes los formaban ni de cuántos de ellos habían salido
de Venezuela, y numerosos venezolanos que habían mantenido relaciones con los
dominicanos que residían en Caracas me asediaban con preguntas sobre la suerte
de los expedicionarios. Para responder a esa preocupación escribí un artículo
que se publicó en el diario El Nacional. Lo que decía ese artículo quedó
desmentido cuando empezaron a llegar noticias sobre la aniquilación de los
expedicionarios que pudieron pisar territorio dominicano.
Desgraciadamente la tesis de la dirección
del PRD era correcta: nuestro país no era Cuba, y en consecuencia, lo que había
sucedido en Cuba no iba a suceder en la República Dominicana. Las matanzas de
los expedicionarios de Constanza, Maimón y Estero Hondo fueron golpes muy duros
para los antitrujillistas del exilio. Durante largos meses estuvimos como
aletargados y en cierto sentido fue un milagro que el PRD se conservara unido,
sobre todo si se toma en cuenta que Batista había sido sacado del poder y en
Cuba había un nuevo gobierno que les daba acogida a los dominicanos perseguidos
por Trujillo. El jefe de la tiranía más feroz que ha conocido América respondió
a las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo ordenando el asesinato
del presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt.
Lo que acabo de decir puede parecer descabellado porque los que llegaron
al país en esas expediciones no habían salido de Venezuela sino de Cuba, y si
piensan así no saben cómo reaccionaba Trujillo a cualquier actividad política
de personas y gobiernos que se le oponían. Para Trujillo, él era el Estado
dominicano, y en consecuencia una agresión, o un mero ataque político o
personal, verbal o escrito, era un ataque al Estado llamado República
Dominicana. Trujillo ha sido el único dictador del Nuevo Mundo que ordenó la
muerte de hombres y mujeres por delitos que consistían en opiniones negativas
sobre la persona del tirano o de alguno de sus familiares más cercanos, por
ejemplo, los ataques que se le hacían a María Martínez. Por expresiones
acusatorias contra él y contra su mujer fueron asesinados Jesús de Galíndez,
José Almoina y Francisco Requena, el primero secuestrado en Estados Unidos y
traído a la República Dominicana para ser muerto aquí, y Almoina y Requena
pagaron con sus vidas, uno en México y otro en Nueva York, el delito de haber
expuesto opiniones personales contra María Martínez y Trujillo. En el caso de
las tres hermanas Mirabal, fueron asesinadas no porque estuvieran participando
en acciones armadas o en conspiraciones que podían poner en peligro la
dominación del Estado por parte de Trujillo; les dieron muerte a tiros porque
predicaban sentimientos y actitudes antitrujillistas.
El atentado contra la vida de Rómulo
Betancourt fue llevado a cabo el 24 de junio —día de San Juan— de 1960.
Betancourt salvó la vida milagrosamente y el intento de asesinato marcó el
inicio de la caída de Trujillo porque a partir de ese momento el gobierno
norteamericano comenzó a elaborar una política que culminaría, once meses
después, en la muerte del terrible dictador.
Trujillo fue ajusticiado el 30 de mayo de 1961. La noticia no me
sorprendió porque cuando escribía mi libro Póker de Espanto en el Caribe, en
Santiago de Chile y en el año 1955, dije que Somoza y Trujillo tendrían el
mismo tipo de muerte. Eso no podía decirse ni de Batista ni de Pérez Jiménez,
del primero, porque en ese año —1955— la oposición al dictador cubano era una
fuerza poderosa que el terror batistiano no podía controlar, pero además en
1955 yo conocía en conjunto y en detalle la historia de Cuba y había estudiado
su composición social, y la historia y el tipo de composición social del pueblo
cubano indicaban de manera clara que la dictadura de Batista no podría
prolongarse mucho tiempo. Otro tanto podía decirse de la dictadura de Pérez
Jiménez, que según entendía yo estaba destinada a ser derrocada en cualquier
momento por los militares de su país porque el ejército venezolano no estaba
compuesto, como el dominicano de esos años, por campesinos analfabetos. Para
mí, la dictadura Pérez jimenista sería derrocada el día menos esperado, y así
sucedió.
Envío al país de delegados del PRD
La noticia de la muerte de Trujillo llegó a
Costa Rica el día 31 de mayo de 1961, y yo estaba viviendo en ese país, por
segunda vez, desde hacía varios meses. Me la dieron los estudiantes del
Instituto de Estudios Políticos y Sociales en el cual daba clases a jóvenes y
hombres maduros de varios países de América Latina, todos miembros de partidos
de tendencias socialdemócratas, entre los cuales estaban Rodrigo Borja, actual
presidente de Ecuador, y Sergio Ramírez, vicepresidente de Nicaragua*. Para
asegurarme de que podía confiar en lo que me decían esos estudiantes y me
confirmó el embajador de Honduras al responder una llamada telefónica que le
había hecho, me fui a San José, la capital costarricense, pues el Instituto
estaba en un lugarejo llamado San Isidro Coronado, y me dirigí en el acto a la
casa de José Figueres, desde donde el propio Figueres llamó al gobernador de
Puerto Rico, Luis Muñoz Marín, quien confirmó la muerte del terrible dictador.
Inmediatamente, usando el teléfono de la casa de Figueres llamé a Ángel Miolán,
que estaba en Caracas, y le pedí que llamara a Nicolás Silfa, secretario
general de la seccional neoyorquina del PRD, y a Ramón Castillo, que estaba
ocupando la secretaría general del partido en Puerto Rico, a fin de que
celebráramos una reunión en Costa Rica para adoptar una política que nos
permitiera tomar parte en los acontecimientos que iba a desatar en el país la
muerte de Trujillo.
La situación no era fácil. El PRD se había
comprometido con Vanguardia Revolucionaria Dominicana, un partido dirigido por
Horacio Julio Ornes, a mantener una alianza que nos obligaba a actuar en forma
conjunta en casos como el que se había presentado, y en cumplimiento de ese
compromiso Ornes o un delegado suyo debía ser convocado a participar en la
reunión de San José; y por otra parte mi posición había sido tomada de antemano
dado que en el libro Trujillo, causas de una tiranía sin ejemplo, publicado en
Caracas en 1959, yo decía que en vista de que Trujillo era un producto del
subdesarrollo de la historia dominicana, el régimen trujillista estaba tan
estrechamente ligado a su creador que no podría sobrevivir a la muerte de su
jefe, y el día primero de junio de ese año 1961 se agrupó en el Parque Central
de Costa Rica, de manera espontánea, una cantidad de por lo menos 250 personas,
si no más, que me pidieron hablarles de los efectos que tendría en la República
Dominicana la muerte del dictador, y recuerdo vivamente haber terminado lo que
dije afirmando que en la República Dominicana no sucedería lo que pasó en
Nicaragua, donde la muerte de Somoza no significó el fin del régimen. “Muerto
Trujillo, con él desaparecerá el trujillismo porque ninguno de sus herederos
tienen condiciones para ocupar su puesto”, afirmé. Como ésa era mi opinión, mi plan era proponer
en la reunión de San José, cuando ésta se llevara a cabo, el envío inmediato a
Santo Domingo de una delegación del PRD, y esa propuesta fue apoyada por Ángel
Miolán, cuyo criterio político era superior al de otros dirigentes de los que
tenía el partido en los años del exilio. La propuesta acabó siendo aprobada por
Silfa y Castillo; no así por Horacio Julio Ornes, quien alegó que no había
podido hacer contacto con los compañeros de Vanguardia Revolucionaria
Dominicana sin cuya aprobación no podía respaldar la decisión de ir a la
República Dominicana que había adoptado la dirección del PRD. Lo acordado por
Miolán, Silfa, Castillo y yo fue el envío de una delegación perredeísta a Santo
Domingo.
Los delegados del PRD
Para poner
en práctica lo acordado se les enviaron al Dr. Joaquín Balaguer, que
desempeñaba el cargo de presidente de la República, y al representante de la
Organización de Estados Americanos (OEA) que se hallaba en Santo Domingo,
sendos telegramas en los que anunciábamos nuestra disposición de trasladarnos a
Santo Domingo, que seguía llamándose Ciudad Trujillo, para iniciar una época
nueva en el país, la de actividades políticas democráticas que habían sido
perseguidas durante más de treinta años con saña criminal por la tiranía
trujillista. Los dos contestaron con telegramas aceptando lo que habíamos
propuesto, pero con la aclaración de que la delegación del PRD que viajaría al
país lo haría sobre la base de iniciar discusiones con el gobierno, y aunque
eso nos pareció, o por lo menos así lo pensé yo, que para aceptar la propuesta
que le habíamos hecho, el Dr. Balaguer debió tratar el tema con Ramfis
Trujillo, se tomó la decisión de enviar la delegación perredeísta al país.
Recuerdo vivamente que Miolán se propuso como el primero de los delegados, lo
que significaba que la representación del Partido estaría encabezada por su
secretario general, y como eso garantizaba la unidad de criterio de la
delegación cuando estuviera operando en el país, yo aprobé inmediatamente lo
que proponía Miolán y a seguidas Silfa y Castillo dijeron que ellos querían ser
parte del grupo. Como encargado de solicitar el respaldo político y la ayuda
económica de los partidos y los gobiernos de América Latina con los cuales
mantenía relaciones el PRD, yo debía permanecer en Costa Rica, y finalmente, yo
propuse que Buenaventura
Sánchez,
secretario general de la seccional perredeísta de Caracas, fuera también
miembro de la delegación, pero por razones que no recuerdo porque no tuve
contacto directo con él, no formó parte de los delegados —Miolán, Silfa y
Castillo— que llegaron al país el 5 de julio de 1961, día en el cual yo estaba
en Caracas, invitado por el presidente de Venezuela para participar en los
festejos que se celebraban año por año en esa fecha en conmemoración de la
independencia nacional. Diez días después me llamaba Miolán a San José de Costa
Rica para decirme que al día siguiente se llevaría a cabo el primer acto
político del Partido en la República Dominicana: un mitin que tendría lugar en
la capital de la República y sería transmitido por Radio Caribe. Ya se había
transmitido por Radiotelevisión Dominicana una corta grabación mía que Miolán
había llevado de Costa Rica en la que presentaba a los delegados del Partido
Revolucionario Dominicano como lo que eran: unos denodados luchadores por la
libertad de su pueblo que debían ser recibidos por éste con respeto y confianza
en lo que ellos harían. La transmisión del mitin del 16 de julio costó 3 mil
pesos, y como en esos tiempos el peso valía un dólar, y era difícil que el
partido pudiera recaudar esa cantidad de dinero cuando hacía menos de dos
semanas que habían llegado a Santo Domingo, en el país no se tenía la menor
idea de su existencia, y al darme la noticia de que iba a celebrarse el mitin
Miolán me pidió que hiciera lo posible por enviarle dinero suficiente para
pagarle a Radio Caribe y para cubrir otras necesidades.
El Partido Revolucionario Dominicano estaba
abriendo las puertas del futuro de nuestro pueblo, pero los exiliados
antitrujillistas que quedaban en Estados Unidos, Puerto Rico, Venezuela, Cuba,
México, Curazao, Aruba, creían que los perredeístas estábamos equivocados y no
respaldaban los esfuerzos que hacíamos para sembrar en el país la semilla de la
libertad.
La política es una ciencia y un arte. En su
condición de ciencia requiere que la sociedad en la que se ejerce sea
debidamente estudiada porque el estudio hace posible que se le conozca en
varios, sino en todos sus aspectos, dos de los cuales son el histórico y el que
tiene cuando se está operando o va a operarse en ella. Sobre la sociedad
dominicana de 1960, todo el que pretendiera actuar políticamente en su seno
debía saber, en primer lugar, que además de estar dividida en clases lo estaba
en campesinos y centros urbanos, y aunque el peso de la tiranía trujillista
caía sobre unos y otros, era diferente en el campo, que todavía en 1960 tenía
la mayor parte de la población nacional, y de campesinos estaban compuestas las
Fuerzas Armadas y la Policía, cuyos miembros, en una proporción que podía
estimarse superior al 90 por ciento, vivían en los cuarteles de los cuales la
mayor parte se hallaba en los centros urbanos, pero estaban adheridos
emocionalmente a los campos donde vivían sus familiares — padres, madres,
hermanos, abuelos y tíos—; sus amigos y compañeros de la infancia, con todos
los cuales mantenían los soldados y los campesinos relaciones muy estrechas, y
no en condición de subalternos sino todo lo contrario, lo que creaba un firme
vínculo político entre la dictadura y el campesinado porque los campesinos
creían a pie juntillas que los familiares suyos que vestían uniformes militares
y de policías y usaban armas eran unos privilegiados gracias a que Trujillo los
había escogido para que le sirvieran en condición de soldados y policías. Esa
creencia les daba a los hombres y las mujeres de los campos una solidez de
sentimientos favorables a la tiranía que compartían con ellos sus hijos,
sobrinos y en general sus familiares, pero además los hacía creer que eran
socialmente superiores a las familias campesinas que no tenían hijos, sobrinos
y primos vestidos de militares y de policías; y esa sensación de superioridad
se crecía cuando sus deudos eran ascendidos, aunque fuera al mínimo grado de
cabos. El campesinado era, debido a lo que acaba de decirse, la base militar
del régimen trujillista, situación que no se daba ni remotamente en Cuba, y por
saber, como los sabíamos Miolán y yo, que esa base era de puro granito y no
podía ser destruida por 250 ó 300 hombres habituados a vivir en ciudades
populosas desde que salieron del país, algunas tan pobladas como Nueva York y
México, la dirección del PRD no participó en las expediciones que en el año
1959 llegaron a las costas de la provincia de Puerto Plata, y esa negativa a
entrar en el país armas en mano hizo del PRD una reserva histórica puesto que
dada la fortaleza de la base militar del trujillismo si el PRD hubiera sumado
sus miembros a las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo a la
desaparición de Trujillo el país se hubiera encontrado totalmente huérfano de
hombres que tuvieran experiencia de organizadores políticos. Los exiliados
decían que para liberar el país de la tiranía era necesario combatirla
militarmente hasta derrotarla porque mientras Trujillo viviera no habría
posibilidad de que el pueblo dominicano adquiriera desarrollo político, y
tenían razón, pero no se daban cuenta de que el triunfo de la revolución cubana
había iniciado un cambio profundo en la región del Caribe, cambio que estaba
llamado a convertir en irrespirable para Trujillo y su gobierno el aire
político en el cual vivía el pueblo dominicano.
La carta a Trujillo
Lo que acabo de decir fue expuesto en la
carta que escribí en Caracas, Venezuela, publicada en el diario La Esfera, de
la cual envié copias, además del original destinado a Trujillo, a su hijo
Ramfis, al hijo de Marina Trujillo de García —José García Trujillo— y al Dr.
Joaquín Balaguer. Copio a seguidas esa carta: “General: En este día, la
República Dominicana que usted gobierna cumple ciento diecisiete años. De
ellos, treinta y uno los ha pasado bajo su mando; y esto quiere decir que
durante más de un cuarto de siglo de su vida republicana el pueblo de Santo
Domingo ha vivido sometido al régimen que usted ha mantenido con espantoso
tesón. ‘Tal vez usted no haya pensado que ese régimen ha podido durar gracias,
entre otras cosas, a que la República Dominicana es parte de la América Latina;
y debido a su paciencia evangélica para sufrir atropellos, la América Latina ha
permanecido durante la mayor parte de este siglo fuera del foco de interés de
la política mundial. Nuestros países no son peligrosos, y por tanto no había
por qué preocuparse de ellos. En esa atmósfera de laisez faire, usted podía
mantenerse en el poder por tiempo indefinido; podía aspirar a estar gobernando odavía
en Santo Domingo al cumplirse el sesquicentenario de la República, si los
dioses le daban vida para tanto’.
‘Pero la
atmósfera política del hemisferio sufrió un cambio brusco a partir del 1º de
enero de 1959. Sea cual sea la opinión que se tenga de Fidel Castro, la
historia tendrá que reconocerle que ha desempeñado un papel de primera magnitud
en ese cambio de atmósfera continental, pues a él le correspondió la función de
transformar a pueblos pacientes en pueblos peligrosos. Ya no somos tierras sin
importancia, que pueden ser mantenidas fuera del foco del interés mundial.
Ahora hay que pensar en nosotros y elaborar toda una teoría política y social
que pueda satisfacer el hambre de libertad, de justicia y de pan del hombre
americano’.
‘Esa nueva
teoría será un aliado moral de los dominicanos que luchan contra el régimen que
usted ha fundado; y aunque llevado por su instinto realista y tal vez ofuscado
por la desviación profesional de hombre de poder, usted puede negarse a
reconocer el valor político de tal aliado, es imposible que no se dé cuenta de
la tremenda fuerza que significa la unión de ese factor con la voluntad
democrática del pueblo dominicano y con los errores que usted ha cometido y
viene cometiendo en sus relaciones con el mundo americano’. ‘La fuerza
resultante de la suma de los tres factores mencionados va a actuar precisamente
cuando comienza la crisis para usted; sus adversarios se levantan de una
postración de treinta y un años en el momento en que usted queda abandonado a
su suerte en medio de una atmósfera política y social que no ofrece ya aire a
sus pulmones. En este instante histórico, su caso puede ser comparado al del
ágil, fuerte, agresivo tiburón, conformado por miles de años para ser el terror
de los mares, al que un inesperado cataclismo le ha cambiado el agua de mar por
ácido sulfúrico: ese tiburón no puede seguir viviendo’. ‘No piense que al
referirme al tiburón lo he hecho con ánimo de establecer comparaciones
peyorativas para Usted. Lo he mencionado porque es un ejemplo de ser vivo
nacido para atacar y vencer, como estoy seguro piensa usted de sí mismo. Y ya
ve que ese arrogante vencedor de los abismos marítimos puede ser inutilizado y
destruido por un cambio en su ambiente natural, imagen fiel del caso en que
usted se encuentra ahora’. ‘Pero sucede que el destino de sus últimos días como
dictador de la República Dominicana puede reflejarse con sangre o sin ella en
el pueblo de Santo Domingo. Si usted admite que la atmósfera política de la
América Latina ha cambiado, que en el nuevo ambiente no hay aire para usted, y
emigra a aguas más seguras para su naturaleza individual, nuestro país puede
recibir el 27 de febrero de 1962 en paz y con optimismo, si usted no lo admite
y se empeña en seguir tiranizándolo, el próximo aniversario de la República
será caótico y sangriento; y de ser así, el caos y la sangre llegarán más allá
del umbral de su propia casa, y escribo casa con el sentido usado en los textos
bíblicos’. ‘Es todo cuanto quería decir, hoy, aniversario de la fundación de la
República Dominicana’”. Al final iba mi firma, el nombre del lugar donde esa
carta había sido escrita, y la fecha: 27 de febrero de 1961, y exactamente tres
meses después de ese día Rafael Leónidas Trujillo caía abatido a tiros, o lo
que es lo mismo, su sangre llegó “más allá del umbral de su propia casa”.
La expulsión de Nicolás Silfa
Con
el mitin celebrado en la capital de la República el 16 de julio de 1961 el
Partido Revolucionario Dominicano iniciaba una etapa en la historia política de
nuestro pueblo; una etapa que estaba a mucha distancia no sólo de lo que había
sido la dictadura trujillista sino de lo que habían sido todos los partidos que
conoció el pueblo en los 128 años transcurridos desde el 27 de febrero de 1844.
Hasta el día en que sus representantes pisaron tierra dominicana, el 5 de julio
de 1961, las organizaciones políticas de masas eran conocidas con el nombre de
sus caudillos o de los símbolos que los representaban, se era santanista y
baecista, colorado y verde, horacista y jimenista o rabú o bolo, y por último,
trujillista o antitrujillista, pero desde el primer momento los miembros del
PRD tuvieron un nombre partidista: eran perredeístas, y esa manera de denominar
a sus partidarios con el nombre de las organizaciones políticas que se formaron
inmediatamente después de la llegada al país del PRD se hizo un hábito, pues
siguiendo ese modelo los del 14 de Junio se llamaron catorcitas y los de la
Unión Cívica Nacional se llamaron cívicos. La excepción fueron los seguidores
del Dr. Joaquín Balaguer, que se proclamaban balagueristas.
A pesar de lo que acaba de decirse el
Partido Revolucionario Dominicano no estaba libre de los males propios del
subdesarrollo que aquejaban a la sociedad en que iba a actuar. Yo llegué al
país el 21 de octubre de ese año 1961 y pocos meses después, sin haber
consultado a la dirección del partido y ni siquiera informar a sus compañeros
de largos años de lucha, Nicolás Silfa pasó a ser secretario de Estado de
Trabajo en el gobierno del Dr. Balaguer. Esa manera de comportarse uno de los
tres miembros de la comisión que la dirección del PRD había enviado al país
pocos meses antes no fue un golpe mortal para el perredeísmo porque el atraso
del pueblo dominicano le impedía hacer juicios políticos correctos.
Nicolás
Silfa fue expulsado del partido a propuesta mía, pero esa sanción no impidió
que en el seno del PRD siguieran dándose sorpresas como la que dio Silfa. El caso de Nicolás Silfa no fue el único. Los
perredeístas llegados del exilio éramos pocos y los que se nos sumaron en el
país no tenían la menor idea de cómo se organizaba un partido; en consecuencia,
no había manera de elegir un Comité Ejecutivo Nacional que dirigiera al PRD a
nivel nacional, y en esas condiciones estábamos cuando llegó el día de elegir
el candidato a la presidencia de la República porque las elecciones se
celebrarían el 20 de diciembre de 1962. El candidato elegido fui yo, pero antes
de que se hiciera la elección propuse, y fue aceptado por la mayoría del Comité
Político Nacional, que si el candidato presidencial era un perredeísta llegado
del exilio el candidato a vicepresidente debía ser uno de los que se
incorporaron al partido después del 5 de julio de 1961. Los argumentos que
explicaban la razón de ser de esa propuesta fueron varios, pero el primero fue
la necesidad que tenía el partido de demostrarle al pueblo que los que
estuvimos luchando año tras año contra la dictadura de Trujillo no debíamos dar
la impresión de que lo habíamos hecho para beneficiarnos políticamente tomando
para nosotros las posiciones más importantes del país. (En realidad, aunque no
se lo dije a nadie, lo que perseguía con ese argumento era evitar que tomara
cuerpo una campaña de susurros que había desatado Buenaventura Sánchez, a quien
había oído decir varias veces, en mis viajes por Venezuela, que él sería
presidente de la República porque así se lo hizo saber a su señora madre la
comadrona que lo había parteado basando su profecía en el hecho de que él
—Buenaventura Sánchez— había nacido en una casa que fue propiedad de
Buenaventura Báez, el político que ocupó cinco veces la posición de presidente
de la República. Al retornar al país Buenaventura Sánchez contaba la historia
de su nacimiento en la que había sido una casa de Báez y lo que le dijo a su
madre la comadrona que la parteó, y con ese cuento fue formando un grupo de
familiares y amigos de su familia que al mencionar su nombre agregaban: “El
futuro presidente”). Esa actividad de Buenaventura Sánchez culminó en su
elección como candidato vicepresidencial del PRD en violación del acuerdo que
había sido tomado por el Comité Político Nacional, la más alta autoridad del
partido, violación que yo no podía aceptar porque con ello se establecería el
derecho de cualquiera de los perredeístas a irrespetar los estatutos de la
organización y las decisiones de sus autoridades, y como no veía en los miembros
del Comité Político inclinación a desconocer la elección de Buenaventura
Sánchez como candidato vicepresidencial decidí aislarme de todos ellos mientras
durara esa situación y me trasladé, de la casa de la calle Polvorín donde
estaba viviendo desde que llegué al país, a una de Arroyo Hondo, propiedad de
un amigo a quien había conocido en Cuba.
La única persona que sabía dónde estaba yo
era mi hermana Angelita, y la fecha de celebración de las primeras elecciones
libres que tendría el país en 38 años se acercaba rápidamente, pues las
elecciones estaban convocadas para el 20 de diciembre (1962) y mi aislamiento
había comenzado en el mes de octubre. En esa ocasión, el peso de la dirección
del partido cayó sobre Ángel Miolán que condujo la crisis hasta su solución,
iniciada con la renuncia de Buenaventura Sánchez a su candidatura a
vicepresidente y a la elección para ese puesto del Dr. Armando González Tamayo.
El PRD, partido populista
Todos los dominicanos en edad adulta saben
que yo fui elegido presidente de la República, hecho que sucedió el 20 de
diciembre (1962), pero seguramente la inmensa mayoría de ellos no sabe que el
secretario de Estado de Educación del gobierno que presidí fue Buenaventura
Sánchez, dato que ofrezco para que el lector sepa que un líder político, y
sobre todo un jefe de Estado, no adopta posiciones por razones personales. Una
vez resuelto el problema que había provocado el compañero Sánchez al violar un
acuerdo de la máxima autoridad del partido, él pasaba a ser merecedor del mismo
trato que se les daba a todos los perredeístas, y su historia en el partido era
la de un trabajador incansable desde que ingresó en el PRD.
Ahora debo aclarar que he estado haciendo
la historia del PRD porque ese partido fue el vientre materno en que se formó
el PLD, pero no voy a hacer la historia del gobierno que encabecé durante siete
meses debido a que mientras estuve desempeñando las funciones presidenciales el
PRD era dirigido por Ángel Miolán y los miembros de su Comité Ejecutivo Nacional.
El 25 de septiembre de 1963 los jefes
militares derrocaron el gobierno, yo fui enviado a Guadalupe en un buque de
guerra; de ahí pasé a Puerto Rico y volví al país dos años después. Al retornar
hallé el partido prácticamente en desbandada porque la ocupación militar
norteamericana fue, de hecho, una acción antiperredeísta. La debilidad orgánica
del PRD hacía imposible que como candidato a presidente de la República en las
elecciones que debían celebrarse el 1º de junio de 1966 pudiera hacer una campaña
nacional y ni siquiera limitada al territorio que ocupaba la ciudad de Santo
Domingo. Pasadas las elecciones, en las cuales el PRD sacó algunos senadores y
diputados así como síndicos y regidores, me dediqué a planear una
reorganización del partido, tarea en la que trabajaron conmigo el escritor
Bonaparte Gautreaux y el contador Público Manuel Ramón García Germán.
El tipo de organización que había concebido
era la división del territorio, empezando por el de la capital del país, en
zonas geográficas que llevarían los nombres de las letras del alfabeto: Zona A,
Zona B, Zona C, y así sucesivamente; cada zona estaría bajo la dirección de un
comité zonal elegido por los miembros del partido que vivieran en su
jurisdicción, pero esa elección sería peculiar porque debían escogerse
candidatos que representaran los diferentes sectores sociales de la zona
correspondiente; además, a la dirección nacional debía agregarse una Comisión
Nacional de Disciplina con autoridad para juzgar a todos los miembros que
fueran acusados de violar los estatutos del partido. La intención que me movía a proponer el nuevo
tipo de organización tenía su origen en la necesidad, que a mi juicio era de
vida o muerte para un partido político que sustituía los nexos ideológicos
inexistentes que debían unir a todos sus miembros con una suplantación de la
relación que hay entre padres e hijos de una sociedad formada por grandes
mayorías de gentes muy pobres; o dicho de otro modo, el PRD era un típico
partido populista formado por gentes a quienes la alta dirección tenía que
resolverles sus problemas personales, los que se originaban en sus miserables
condiciones materiales de existencia, no los problemas políticos del país.
El traslado a Benidorm
Siguiendo ese criterio, yo pensaba que los
comités zonales del PRD tendrían en su seno hombres y mujeres del pueblo
ignorantes de lo que es el trabajo político, pero al mismo tiempo en cada uno
de ellos habrían dos, tres, cuatro personas de condición social diferente a los
que componían las bases partidistas, y por ser diferentes entre ellos se
hallarían maestros de escuela, incluso hasta profesores universitarios,
estudiantes, técnicos, abogados, médicos, ingenieros; pero todavía no me daba
cuenta de que la conciencia política no se forma por contagio; eso acabaría
descubriéndolo más tarde, como resultado de un proceso de meditación, estudios
y trabajo intelectual que me llevó a salir del país para dedicarme a escribir
dos libros en los que me proponía exponer los juicios que me había ido formando
acerca de la sociedad dominicana a lo largo de su historia y el proceso de
formación de las sociedades del Caribe a partir de la integración en ellas de
los elementos que participaron en su formación. Esos libros serían Composición
social dominicana y De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe frontera
imperial. Me decía a mí mismo que la redacción de esos dos libros, pero sobre
todo el primero, era una obligación sagrada que tenía con el pueblo dominicano
porque los textos de historia que leían sus niños, sus jóvenes y hasta sus
mayores eran sólo relatos de los sucesos que tenían categoría histórica;
relatos hechos con la suma de numerosos relatos de los cuales podía haber
pruebas pero no hacía falta que las hubiera porque de todos modos las pruebas
posibles no eran analizadas para sacar de sus entrañas la verdad o la mentira
que tuvieran. Para mí, lo que importaba era que los dominicanos conocieran no
sólo cuáles y cuántos hechos históricos se habían producido a lo largo de los
siglos que tenía nuestro pueblo, sino cómo y por qué se produjeron esos hechos,
cuáles fueron las fuerzas que los formaron. En síntesis, lo que yo perseguía
era iluminar la mente de los dominicanos describiendo, mediante el análisis de
los acontecimientos históricos, las causas que los provocaron. Para escribir
los libros dedicados a esos fines era necesario salir del país por dos razones;
la primera, debía situarme en un lugar donde se me hiciera fácil tener a mi
disposición todas las obras y los documentos, o por lo menos una parte
importante de ellos, en que se relataran hechos sucedidos en la región del
Caribe, incluyendo, como era natural, los relativos a la República Dominicana y
Haití; y segundo, disponer de todo el tiempo que requeriría el trabajo de estudiar detenidamente todos los
documentos y las obras que pudiera adquirir. España
era el único lugar donde podía contar con el material de estudio y con el
tiempo necesario para emplearlo, y decidí ir a España, donde contaba con amigos
excelentes, a la cabeza de los cuales se hallaba Enrique Herrera Marín. Una vez
decidido el lugar donde iba a residir envié a Madrid a doña Carmen y a Bárbara
y con ayuda de mis cuñados Pipí Ortiz y Osvaldo Orsini reuní dos mil dólares
que me servirían por lo menos para mantenernos en España el primer año. El
viaje sería en barco desde Venezuela adonde llegué a fines de diciembre de 1967
acompañado por Domingo Mariotti, y desde el puerto venezolano de La Guaira
partimos hacia España para llegar al comenzar el año 1968. El lugar de España donde iba a escribir los
libros que me parecían indispensables para conseguir que los dirigentes del
Partido Revolucionario Dominicano adquirieran una dosis de conciencia política
indispensable para hacer del PRD el instrumento de cambio mental que el país
requería fue Benidorm, pueblo de la provincia de Alicante, donde Enrique
Herrera Marín nos brindó hospitalidad en una propiedad suya.
Composición social
dominicana fue escrito en poco tiempo pero quedó terminado en noviembre de 1968
porque tuve que viajar a Francia, a Inglaterra, a Suecia y Dinamarca, a
Holanda, Bélgica, Alemania, Yugoeslavia y Rumanía. Su primera edición hizo en la República Dominicana en febrero de
1970, cuando todavía yo no había regresado al país; en cuanto a De Cristóbal
Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial, su primera edición se hizo
en España, en abril de 1970, a pesar de que yo había hecho la última corrección
de pruebas en París, a mediados de junio de 1969. Además de escribir esos
libros y otros más —El Pentagonismo, sustituto del imperialismo, que fue
traducido a varias lenguas—, yo tenía que dedicar tiempo a contestar la
correspondencia, que me llegaba de varios lugares, y a recibir visitas, entre
ellas la del coronel Francisco Alberto Caamaño y la del Dr. Jottin Cury, y dos
veces la de José Francisco Peña Gómez, que todavía no era doctor, y sucedía que
de lo que pasaba en la República Dominicana los que dirigían el PRD no me daban cuenta. A tal extremo llegó mi
aislamiento de la política nacional que un día envié a la prensa la noticia de
mi renuncia a la presidencia del Partido Revolucionario Dominicano. Los efectos
de esa renuncia fueron el envío inmediato a Benidorm de un grupo de dirigentes
del partido entre los cuales estaban dos líderes obreros; uno de ellos era el
veterano luchador Miguel Soto y el otro Pedro Julio Evangelista, un agricultor
y ganadero que diez años después sería elegido presidente de la República
—Antonio Guzmán—, y otro que sería Canciller en el gobierno de Guzmán, Ludovino
Fernández; además, entre esos estaba Peña Gómez.
El
resultado del viaje a Benidorm de la comisión del PRD enviada a conseguir que
yo retirara mi renuncia a la presidencia del partido no fue conocido ni por los
comisionados ni por nadie porque yo no lo dije nunca. Es ahora, más de veinte
años después, cuando voy a hacerlo público: exactamente un día después de
haberse ido ellos hacia Madrid, donde tomarían el avión para volver a Santo
Domingo empecé a elaborar el plan de reformas del PRD que no pudieron ponerse
en vigor en el PRD pero se pondrían en vigor en el PLD. Voy a explicar lo que acabo de decir. Lo que
expusieron los comisionados, con la excepción de Miguel Soto, me impresionó
negativamente a tal punto que me dejó convencido de que el pueblo dominicano no
podía esperar del PRD nada bueno porque sus dirigentes ignoraban totalmente los
problemas del país y ninguno de ellos tenía interés en conocerlos. El trabajo
de reorganización del partido que había hecho yo, con la ayuda de Gautreaux y
García Guzmán, no había sido aplicado sino en sus aspectos superficiales, como
el de denominar con las letras del alfabeto los comités perredeístas. Para los
líderes del PRD la política se había reducido a actividades de tipo personal,
llevadas a cabo a niveles de amigos o enemigos. Mis conclusiones eran realmente
negativas y deprimentes, pero yo no podía darme por vencido; no podía abandonar
a las masas del pueblo renunciando al partido que me había hecho su líder y me
había llevado a la presidencia de la República, y al fin tomé la decisión de
luchar para convertir el PRD en una organización viva, creadora, consciente de
que tenía un compromiso con los fundadores de la República: el de convertir en
hechos lo que ellos soñaron cuando organizaron La Trinitaria. Mi estado de
ánimo era indescriptible porque sabía que tenía que tomar decisiones muy serias,
pero ignoraba cómo tenía que actuar, qué planes elaborar, qué líneas seguir.
Una desorganización política
En ese estado de ánimo, nos fuimos Carmen y
yo a París y allí nos alojamos en la casa que ocupaba Héctor Aristy, y fue en
esa casa donde empecé a concebir las reformas que debían hacérsele al PRD. Lo
primero que pensé fue en la formación de círculos de estudio que se encargarían
de enseñarles a los miembros de los comités de base, empezando por los de la
Capital, qué era la actividad política, cómo debía ser llevada a cabo y con qué
métodos debía ser aplicada en cada caso, esto es, cuando se trataba de gente
del pueblo analfabeta o de profesionales y estudiantes universitarios. Yo
ignoraba que Lenín había formado círculos de estudio en Rusia en los primeros
años del siglo XX, de manera que la idea de crear unos cuantos en la República
Dominicana fue una idea mía; pero no me quedé en eso. En primer lugar, los
círculos de estudio del PRD tendrían como material de estudio folletos que
escribiría yo, y fundamentalmente esos folletos serían de temas históricos, en
cierto sentido, una adaptación de lo que había dicho en Composición social
dominicana pero presentada en pocas páginas y además pequeñas. El primer
círculo sería organizado con una parte de los miembros del Comité Ejecutivo
Nacional, que era el organismo más alto del partido, y pensaba que con una
parte nada más porque sabía que entre ellos los había que carecían de la base
cultural indispensable para leer y asimilar el material que iba yo a escribir.
Yo había vuelto al país el 17 de abril de
1970 y el folleto número uno fue escrito el 2 de agosto de ese año; el 10 de
ese mes escribí el número dos, el número tres fue escrito en septiembre y el
cuarto en octubre; el número nueve lo fue un año después. Los folletos se
vendían sin beneficio para el partido ni, naturalmente, para su autor, pero los
círculos de estudios no se formaban, excepto en el caso de los cuatro o cinco
que organicé yo mismo. La dirección del PRD no se daba cuenta de la importancia
que tenía, para un partido político, formar intelectual e ideológicamente a sus
miembros. La creación de métodos de trabajo, que debía ser una tarea de los
círculos de estudios, no se llevaba a cabo, salvo en el caso del denominado
unificación de criterios que ha sido tan fecundo en el PLD.
El PRD que encontré a mi vuelta al país
era, en vez de una organización política, una desorganización política y
social. La Casa Nacional, local de la dirección partidista, estaba
prácticamente en ruinas; en la parte baja de una construcción de dos plantas
que había en el patio, unos vivos pusieron un expendio de mercancías de mesa, y
en la parte alta vivía, con toda su familia, el secretario de asuntos
campesinos del Comité Ejecutivo
Nacional;
por lo demás, en la parte principal vivían y dormían hombres y mujeres; si
llovía, el agua caía en el piso como caía en el patio o en la calle. Para
reparar el edificio les pedí a mis hermanos que vendieran una de las
propiedades que nos habían dejado en herencia nuestros padres y de la parte que
me tocaba yo quería sólo 2 mil pesos —entonces el peso equivalía al dólar
estadounidense—, cantidad que usé en reparar la Casa Nacional, de la cual
ordené sacar, cargado, al secretario de Organización del Comité Ejecutivo
Nacional porque compartía su puesto en la alta dirección del PRD con la
dirección del PACOREDO (Partido Comunista de la República Dominicana) y lo
hacía con un desparpajo increíble.
De la
oficina secreta a la revista Política
A Domingo Mariotti, que salía de España
hacia Santo Domingo, le pedí que me trajera cien ejemplares del libro De
Cristóbal Colón a Fidel Castro, el Caribe, frontera imperial, para venderlos a
quienes pudieran pagar por cada uno de 50 a 100 pesos porque el partido no
había organizado una recaudación de fondos que le permitiera pagar la renta del
local, la luz eléctrica, el teléfono y un salario para las dos mecanógrafas que
echaban allí sus días y a menudo también los sábados y los domingos, y mucho
menos se le cubrían sus necesidades a la persona que actuaba como director de
la Casa Nacional. Los libros se vendieron, pero del dinero que me enviaron los
compradores llegaron a mis manos sólo 250 pesos. El desorden era de tal
naturaleza que para agenciar fondos con que atender a las necesidades de la
dirección del partido monté una oficina secreta, que establecí, bajo la
dirección de Nazim Hued, en el último piso del edificio de la calle del Conde
donde estaba la Ferretería Morey y ahora está la Ferretería Cuesta. En el
montaje de esa oficina se trabajó con tanta sutileza que ningún dirigente del
PRD se enteró de ello, ni siquiera los que yo sabía que eran honestos porque
alguno podía contarle a otro que no tuviera esa condición que en el tercer piso
del edificio ocupado por la Ferretería Morey estaba funcionando un local del
partido dedicado a la recaudación de fondos, y nadie sabía lo que podía pasar
si esa noticia caía en oídos de gente como ciertos perredeístas de cuyos
nombres no quiero acordarme. Para crear la afluencia de fondos, aunque fueran
reducidos pero seguros, organicé con algunos amigos, entre ellos médicos
respetados, reuniones semanales en las que participaban posibles cotizantes, la
mayoría de los cuales aceptó comprometerse a dar una cuota mensual para el PRD,
y de los miembros de fila del partido dos fueron escogidos para llenar las
funciones de cobradores, y uno de esos dos sustrajo 800 pesos —que insisto,
equivalían a dólares— que cobró de los cotizantes pero no llevó a la oficina
secreta que dirigía Nazim Hued. Empeñado en producir al mismo tiempo educación
y fondos para el partido ordené la publicación de un libro mío, escrito en 1959
en Venezuela, donde tuvo dos ediciones: Trujillo: causas de una tiranía sin
ejemplo, y la publicación de la revista Política: Teoría y Acción, Órgano
Teórico del Partido Revolucionario Dominicano, cuyo primer número correspondió
a mayo de 1972. De esa revista se publicaron doce números, todos ellos no sólo
dirigidos sino hechos por mí a tal extremo que lo que se publicaba en sus páginas
sin firma era obra mía, y los artículos traducidos del inglés y del francés
también eran obra mía porque yo tenía que hacer el papel de mecanógrafo, de
traductor, de director, de corrector de originales y composición debido a que
en el PRD, salvo algún que otro artículo de Franklin Almeida, Arnulfo Soto,
Amiro Cordero Saleta, Máximo López Molina y uno de José Francisco Peña Gómez,
que ya era doctor y lo firmó con ese título, nadie se ofreció a colaborar para
mantener en circulación la revista. Hasta la sección titulada “Teoría y acción
en el ejemplo histórico”, que apareció en diez de los doce ejemplares de la
revista que se publicaron, tuve que escribirla yo, así como la contraportada de
las carátulas de los doce ejemplares. Esa revista demandaba trabajo, porque era
de cien páginas, pero ningún dirigente perredeísta se ofreció a escribir para
ella. Es más, Peña Gómez hizo su único artículo a petición mía.
Peña Gómez había vuelto al país, desde
Nueva York, tras una larga estancia en Francia y luego en Estados Unidos. Creo
recordar que su regreso tuvo lugar el 2 de noviembre de 1972, y a poco de
llegar anunció en Puerto Plata que pronto iban a sonar en la capital de la
República los estampidos de las metralletas. Eso sucedía en los primeros días
de enero de 1973, y en febrero llegaba al país Francisco Alberto Caamaño. El
día de su llegada se supo en Santo Domingo, por transmisión de rumores, no
porque Caamaño se lo hiciera saber a alguien.
Ese día era lunes y para analizar el cúmulo de rumores que se movía con
la rapidez y el secreto de los ríos subterráneos nos reunimos en la casa de
Jacobo Majluta varios miembros de la dirección del PRD, entre ellos Peña Gómez,
que desapareció de la sala después que él y Majluta se separaron del grupo para
ir a esconder sendos revólveres que habían estado exhibiendo de manera
ostentosa seguramente con la intención de impresionar a los que estábamos
reunidos con ellos haciéndose pasar por hombres dispuestos a morir combatiendo
como leones si se aparecían por allí agentes de la fuerza pública. Cuando se
nos dijo que la policía estaba registrando la casa vecina, yo, y conmigo dos
personas más, pasamos a la casa que se hallaba en dirección opuesta a la que
estaba siendo registrada, y en la que entramos había buscado refugio Peña
Gómez, que salió de esa casa, a poco de llegar nosotros, y fue a refugiarse a
varias cuadras de distancia. A partir de ese momento, Peña Gómez, secretario
general del PRD, y yo, presidente del mismo partido, el único presidente que
había tenido esa organización política, mantuvimos alguna relación, muy débil y
al mismo tiempo muy desagradable debido a que él se sentía respaldado por una
fuerza superior, un poder extrapartido que lo llevó a proclamar que él era un
astro con luz propia, palabras arrogantes con las cuales se situaba en un mundo
aparte, ocupando un trono que lo colocaba por encima de los estatutos y por
tanto de las autoridades legítimas del PRD. No había que ser un lince para
darse cuenta de que las arrogancias de Peña Gómez estaban dirigidas a mí, y ni
él ni ninguno de los miembros del Comité Ejecutivo Nacional del partido se
daban cuenta de que yo sabía ya que el PRD había dejado de ser lo que diez años
atrás creí que podía ser. La posibilidad de ir al poder con el PRD de 1973 era
algo que me preocupaba seriamente. ¿Cómo podía yo exponerme a ser candidato
presidencial perredeísta para las elecciones de 1974? ¿Qué podía sucederme si
era elegido presidente de la República? ¿Con quiénes iba a gobernar si en el PRD
no llegaban a cien los hombres y las mujeres que tuvieran desarrollo político,
conocimiento de los problemas del país y que además fueran incapaces de usar
los cargos públicos en provecho propio?
Ni Peña Gómez ni ninguno de los miembros
del Comité Ejecutivo Nacional del PRD se dieron cuenta de cuál era mi estado de
ánimo, y por ignorarlo varios de ellos se quedaron petrificados cuando en la
reunión del 14 de noviembre de 1973, al lanzarse Peña Gómez contra mí en
lenguaje irrespetuoso y con la mirada cargada de odio respondí sin palabras,
poniéndome de pie y saliendo del pequeño salón en que se reunía el Comité
Ejecutivo Nacional, Salí de allí y del PRD para siempre, y a los cuatro días de
eso hice llegar a los periódicos la noticia de que había renunciado a la
presidencia y a la militancia del Partido Revolucionario Dominicano.
Próximo
capítulo IV: Los origines del PLD
El 30 de Junio se define como un proyecto democrático y progresista. Tiene por propósito preservar el legado teórico de Juan Bosch, expresado en sus obras de investigación política, sociológica, histórica y cultural como en su praxis política sustentada en los valores éticos, humanistas y patrióticos que por igual sustentaron Juan Pablo Duarte, Gregorio Luperón y todos aquellos dominicanos que amaron y aman esta patria quisqueyana.
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